Uno de los elementos marcadores de la
identidad nacional es el corpus culinario, que expresa de manera concreta –y
simbólica– la manera que tiene un pueblo o una comunidad de cohesionarse y de
diferenciarse de los otros. Pero también expresa una manera de relacionarse con
el mundo y contribuir a construir sus representaciones culturales.
Venezuela era, en el tercer tercio del siglo
XIX, cuando apenas se había independizado del colonialismo del imperio español,
una nación a medias, un país desarticulado física, política y económicamente, con
sus recursos humanos devastados por una larga y cruenta guerra y con menguados recursos
presupuestarios para cancelar los sueldos de la administración pública y
adelantar las acciones más urgentes que requiere la conducción del Estado.
Se podía decir que Venezuela era un país – pero
no una nación–que, aparte de un territorio y una población, requería de un
sentimiento compartido de identidad (la identidad actúa como un cemento social
que cohesiona el grupo y lo diferencia de otros grupos) y de un propósito y dirección
compartida por el colectivo. Venezuela estaba, entonces, dividida en regiones que
funcionaban como compartimentos estancos, aislados, que no se comunicaban
fácilmente entre sí y que estimulaban un sentimiento profundamente regionalista;
que actuaba como un caldo de cultivo para la anarquía y los intentos de
desmembramiento del territorio nacional. Se era oriental, andino o llanero,
pero no venezolano.
La gran mayoría de la población se concentraba
en una pequeña porción del territorio, en la faja centro-norte-costera, que
cubría apenas una quinta parte de la superficie del país. Esa precariedad se
evidenciaba por la existencia de una geografía dividida en regiones
prácticamente incomunicadas entre sí, por la inexistencia de vías y de medios
de comunicación que las enlazaran; por la existencia de un poder repartido entre
caudillos regionales que actuaban como señores feudales en su territorio de
influencia, en sustitución de los poderes públicos y de las instituciones a
nivel central; y por una economía de escaso desarrollo y carente de una
estructura organizada sobre la base de la existencia de un mercado interno
nacional, impidiendo que los bienes y los servicios económicos fluyeran libremente
de un estado o de una región a la otra.
Se asistió, pues –en las postrimerías del
siglo XIX–, al nacimiento de la simbolización del sentido de lo nacional y de
su instauración en la vida pública y en el imaginario de los venezolanos. En el
ámbito de la gastronomía nacional, apareció una preparación culinaria que, en
relativamente poco tiempo –apenas unas décadas–, se convirtió en el plato más
representativo de la cocina popular venezolana: el Pabellón Criollo.
Ante la inexistencia de un sentimiento de pertenencia
nacional que vinculara a los pobladores del país, y de una estructura jurídica,
política y económica que sirviera de soporte para ese sentimiento, era muy
difícil que surgiera algo así como un «plato nacional»; uno que fuera apreciado
en todas las regiones y se convirtiera en el símbolo de la cocina nacional –tal
como ocurrió, unas pocas décadas más tarde, con el pabellón criollo–. Miguel
Tejera realizó en 1874 un inventario de los principales platos de la
alimentación de los venezolanos, mencionando solamente unos pocos, entre los
cuales aparecía el sancocho, la sopa de arvejas, la carne frita y las tajadas
de plátano maduro.
En su lista no figuraban, por ejemplo,
preparaciones como la hallaca o el pabellón caraqueño o criollo (como más tarde
sería denominado). Entonces, era improbable que surgiera un «plato nacional»
cuando aún no se habían creado las bases para la construcción de la nación
venezolana como un ente unificado, animado por una alma y un proyecto
colectivo, tal como ocurrió con el intento de modernizar al país que tuvo lugar
a medias en tiempos de la presidencia de Guzmán Blanco, 1870-1877.
El pabellón caraqueño, como fue llamado al inicio,
nació en Caracas probablemente en un período comprendido entre los cinco
últimos años del siglo XIX y la primera década del siglo XX. En Caracas existían
algunos restaurantes a finales del siglo XIX. Uno de ellos, de cierta
importancia, era El Pabellón Nacional, cuyo nombre evoca la bandera nacional,
símbolo patrio, abierto al público en marzo de 1893, no aparece mencionado el
pabellón caraqueño o criollo entre los muchos platos que ofrece ese establecimiento;
ello a pesar de la similitud en los nombres, ya que pudiera haber sido tratado como
el plato «estrella» del restaurante
Años atrás, en 1886, en el menú del
restaurante caraqueño “El Vapor”, aparecen los componentes del pabellón
caraqueño, pero por separado, uno a uno –o, a lo sumo, de dos en dos–, como ya
era costumbre a finales del siglo XVIII. Pero jamás es referido como el plato
compuesto que se llama en el país «pabellón», compuesto por sus tres
integrantes básicos (arroz, carne frita y caraotas negras, ya que las tajadas fueron
agregadas en el curso de la evolución del plato).
El pabellón caraqueño aparece mencionado en un
poema del poeta humorístico caraqueño Francisco Pimentel (1859-1942), también
conocido como Job Pim (o El Jobo), titulado «Canto al Pabellón» 1917.
«Todo aquel que haya
comido
en restoranes baratos,
de los populares platos
debe haber el nombre
oído.
Las caraotas que, fritas,
son manjar del proletario
llámanse aquí, de
ordinario,
Negritas.
Más si las sirven
guisadas,
resultan algo más finas,
pues entonces son
llamadas
Carolinas.
Y si la mitad le amputo
y añado de arroz el
resto,
ya tengo un plato
compuesto:
Medioluto.
Es de épocas remotas
el plato de sensación,
carne, arroz y caraotas:
Pabellón.
Y si a agregar se le
manda
de plátano otra sección
es entonces pabellón
con baranda.
Frita y frita con tajada
también es plato de ley
y combinación llamada
de sota, caballo y rey».
El plato pasó de la denominación de pabellón caraqueño
a la de pabellón criollo como una muestra de la influencia que ejerció el
surgimiento del criollismo y del sentimiento de lo criollo en Caracas, que se
ha comportado históricamente como la caja de resonancia de la sociedad
venezolana, como el «centro difusor hacia el resto del país». Eso también
evidencia la sustitución de la connotación regional por la de nacional.
En las primeras décadas del siglo XX emergió
en el ámbito de la literatura la idea del «criollismo», en la que se inscribe
la novela «En este país» –de Urbaneja Achelpohl, publicada en Caracas en 1916–
y que se empleaba para definir el canto y la danza del joropo. En 1948 se llevó
a cabo una gran concentración de las muestras de las manifestaciones folclóricas
en el Nuevo Circo de Caracas, organizada por Juan Liscano, en la ocasión en que
el novelista Rómulo Gallegos fue juramentado como presidente de Venezuela.
En esos años el pabellón, así, a secas,
pabellón pasó a ser conocido como pabellón caraqueño, aludiendo a su origen, y
luego como pabellón criollo, aludiendo a su condición popular adscrita a lo
«criollo».
El pabellón criollo nació para ser convertido prontamente
en un plato popular en toda Venezuela, es decir, un «plato nacional», por tres
razones –al menos–. La primera de ellas se relaciona con la naturaleza
simbólica de la preparación que combina tres alimentos, que se aúnan para formar
una suerte de estructura tricolor, semejante a la bandera nacional. La segunda
se refiere a la equivalencia lingüística de la palabra pabellón con la de
bandera. La tercera vincula los tres colores del plato con el mestizaje racial
y cultural venezolano, resultante de la mezcla del blanco español, representado
por el arroz; del negro africano que –tras una estadía caribeña– se convirtió
en afroamericano; y luego –al arribar a Venezuela–, en afro-venezolano, representado
por las caraotas negras, y –por último–, la presencia del indígena, que poblaba
estas tierras desde antes de los procesos de la conquista y de la colonización
española. Este último está representado por el color marrón u ocre de la carne
de res, ganado introducido a América por Cristóbal Colón.
El pabellón criollo es un plato que lleva
pocos ingredientes de base, que no se mezclan entre sí en la preparación y
conservan su color y su textura y cuyos sabores particulares pueden
diferenciarse fácilmente. Es el resultado de una sencilla elaboración, que
presenta una escasa variación regional y que se come en cualquier época del año
de manera ordinaria.
La hallaca, como el pabellón criollo y
cualquier otro «plato nacional », están inmersos en el centro de una compleja trama
de relaciones simbólicas en el ámbito de lo social. Y en este sentido el
consumo del pabellón criollo, y especialmente de la hallaca, constituyen viajes
imaginarios hacia la cosa simbolizada –ausente o innombrada–, que recuerda la
Patria, a la nación en trance de construcción.
El pabellón criollo –el plato más popular del
corpus culinario de Venezuela–, se inscribe históricamente y –a pesar de su
creación relativamente reciente–, como el elemento simbólico más importante de
la cocina venezolana. Es epítome y símbolo de la unidad nacional, como
resultante de un complejo y rico proceso de mestizaje de las distintas culturas
que han poblado nuestro territorio y conformado la nación venezolana. Esta es la
nación que, como en otros múltiples elementos constitutivos y determinantes,
también se construye desde el plato.
Fuente:
Rafael Cartay (2015). Una nación también se construye desde el plato.
AGROALIMENTARIA. Vol. 21, Nº 40; enero-junio.145-152.
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