En
el principio no había mesa. Los habitantes del Nuevo Mundo antes de la venida
de los europeos, ponían los alimentos sobre una estera, y echados en tierra,
alrededor de ella celebraban sus comidas.
Aquel
precioso mueble sin el cual hoy nos es inconcebible el acto de comer, vino es
las bodegas de las carabelas, o en la mente de los “descubridores”.
Desde
un comienzo desembarcó con toda su importancia, o fue construido a costa de la
inmensa floresta americana. Si las mesas traídas fueron de roble o de haya, las
fabricadas en nuestras latitudes se hicieron de caoba de palo de Brasil o de
apamate.
El
fragor y la violencia de la conquista no fueron obstáculo para que los crueles
capitanes se hiciesen servir, en mesa vestida. En el equipaje, al lado de las
espadas, las herramientas y los bastimentos, no dejaba de ir uno que otro
mantel a propósito para aquellos convites de compañía.
Pero,
pasado el tiempo de conquistar, fundadas las primeras ciudades y construidas
las primeras casas, fue cuando comenzó el verdadero reino de la mesa.
En
un primer momento fue mueble costoso y aún más caro fue su ajuar. Era
excepcional, todavía para fines de la época colonial, poseer vajilla de loza o
vidrio, cubertería y mantelería. En el rico Virreynato del Perú, observaba un
cronista de fines del siglo XVIII cómo “sólo los chapetones usan cuchara y
tenedor, la gente criolla come con las manos aún las más señoras…”
Por
más de dos siglos careció la mesa de una unívoca función: fue asiento, a la
vez, de papeles, de recado de costura, de naipes y de fuentes con manjares.
Tampoco tuvo en el espacio doméstico de las casas urbanas aposento fijo y
exclusivo, pues en aquellos lejanos tiempos la mesa se ponía a capricho de los
señores en una pieza cualquiera de la morada.
Fue
solamente en el siglo XIX cuando hizo su aparición el comedor en su doble
acepción de juego de muebles y estancia de comer. Esa mesa señorial siempre
estuvo vestida fuese con simple paño de lienzo, u ostentosa cobertura, según la
ocasión, o de acuerdo al alcance de lo bolsa.
Pero
la mesa también estaba presente en las viviendas humildes de los arrabales de
las ciudades y de los ranchos diseminados por los campos. Claro está que en
este caso estaba desnuda, exhibiendo sobre su lisa tabla escasa y rudimentaria
vajilla de barro o de totumas.
Una
historia de la mesa en Venezuela iluminaría de un golpe el proceso de formación
de nuestra sociedad. Al inicio sólo concurrían a ella los conquistadores, más
tarde comienzan a sentarse a ella los criollos descendientes de aquellos; no
así los pardos, negros e indios, a quienes les estaba vedado compartirla con
sus señores.
Fue
necesaria la cruenta y larga Guerra de Emancipación para que aumentase la
variedad étnica de los comensales y se accediese a la mesa democrática.
Generalmente
no se sentaban a la mesa las mujeres, sino que permanecían atentas al servicio
de los hombres de la casa. Su acceso a la mesa sólo comenzó a darse en las
casas de las familias acomodadas y, ciertamente, este cambio guarda estrecha
relación con la implantación, sobre todo desde comienzos del siglo XIX, de las
normas de urbanidad que, sin menoscabo
del puesto precedente del jefe de familia, les acordó ciertas preferencias.
Los
preceptos elaborados para la sociedad de buen tono crearon un estricto
protocolo que, limitando las expansiones naturales, pautó comportamientos
rigurosos que iban desde el uso de los cubiertos hasta la manera de ingerir los
alimentos.
Nació
así una cultura de la mesa que llegó a identificarse con el sector urbano de la
sociedad, y dio lugar a frases calificativas de contenido sociohitórico. ¿Quién
no recuerda la expresión excluyente: no
sabe comer con cubiertos?
Hoy
la mesa venezolana está abierta a todo comensal y es lugar propicio para
estrechar los vínculos de amistad, los sentimientos de paz y de solidaridad sin
los cuales no podría existir la sociedad.
En
nuestra opinión la mesa es el escenario fundamental de formación de los buenos
hábitos de alimentación, de cultura alimentaria, de aprendizaje social para los
niños y que no ha recibido su debido reconocimiento.
Fuente:
José Rafael Lovera
(2006). Gastronáuticas. Ensayos sobre
temas gastronómicos. Ediciones Fundación Bigott. Caracas
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