En la última edición de “El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo”,
publicado agosto 2020 por la FAO, se estima que casi 690 millones de personas
pasaban hambre en 2019 (un aumento de 10 millones de personas desde 2018 y de
casi 60 millones en los últimos cinco años).
El estudio es elaborado conjuntamente por la Organización
de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el Fondo
Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA), el Fondo de las Naciones Unidas
para la Infancia (UNICEF), el Programa Mundial de Alimentos (PMA) y la
Organización Mundial de la Salud (OMS).
En el prólogo, los responsables de los cinco organismos
intervinientes advierten que "cinco años después de que el mundo se
comprometiera a poner fin al hambre, la inseguridad alimentaria y todas las
formas de malnutrición, seguimos sin realizar progresos suficientes para
alcanzar este objetivo en 2030".
Asia sigue albergando al mayor número de personas subalimentadas
(381 millones). África ocupa el segundo lugar (250 millones), seguida de
América Latina y el Caribe (48 millones). La prevalencia mundial de la
subalimentación, del 9%, ha variado poco, pero los números absolutos vienen
aumentando desde 2014. Esto significa que en los últimos cinco años el hambre
ha tenido un crecimiento al ritmo de la población mundial.
A su vez, ello oculta grandes disparidades regionales: en
términos porcentuales, África es la región más afectada -y lo es cada vez más-,
ya que el 19 % de la población está subalimentada. Este porcentaje duplica con
creces la tasa de Asia (8 %) y de América Latina y el Caribe (7 %). Sobre la
base de las tendencias actuales, para 2030 África podría concentrar más de la
mitad de las personas aquejadas de hambre crónica en el mundo.
Mientras se estancan los progresos en la lucha contra el
hambre, la pandemia por COVID-19 intensifica las causas de vulnerabilidad y las
deficiencias de los sistemas alimentarios mundiales, entendidos como todas las
actividades y procesos que afectan a la producción, la distribución y el
consumo de alimentos.
Aunque es demasiado pronto para evaluar el pleno efecto
de los confinamientos y otras medidas de contención, en el informe se estima
que, como mínimo, otros 83 millones de personas, y quizá hasta 132 millones,
pueden empezar a padecer hambre en 2020 como resultado de la recesión económica
desencadenada por pandemia. El retroceso hace que el logro del Objetivo de
Desarrollo Sostenible 2 “hambre cero” sea aún más dudoso.
Superar el hambre y la malnutrición en todas sus formas
(incluidas la desnutrición, las carencias de micronutrientes, el sobrepeso y la
obesidad) va más allá de conseguir alimentos suficientes para sobrevivir: la
alimentación de las personas -en especial la de los niños- debe ser nutritiva.
Uno de los principales obstáculos es el elevado costo de los alimentos
nutritivos y la escasa asequibilidad de las dietas saludables para un gran
número de familias.
En el informe se presentan pruebas de que una dieta saludable
tendría un costo superior a 1,90 USD por
día, el umbral internacional de la pobreza. Los alimentos con alto
contenido de nutrientes, como los productos lácteos, las frutas y las
hortalizas y los alimentos proteínicos (de origen vegetal y animal), constituyen
los grupos de alimentos más caros del mundo.
En el informe se argumenta que, cuando se tienen en
cuenta consideraciones relativas a la sostenibilidad, el paso a dietas
saludables en todo el mundo ayudaría a controlar el aumento del hambre, al tiempo
que propiciaría enormes ahorros.
De América del Sur, Venezuela, lamentablemente, es el
país que más contribuye al aumento en la prevalencia de subnutrición en la
región, dando un salto importante en las cifras las cuales para
el 2010-2012 era de 2,5% y se elevó a 31,4% para el período 2017-2019,
esto representa un incremento de 28,9% en 7 años, de los cuales 10,2% se
aumentó sólo en el último año (2018: 21,2% vs. 2019: 31,4%).
Estos datos son consistentes con los reportes que han
hecho las organizaciones y asociaciones de ayuda humanitaria que están
trabajando en Venezuela. Por otro lado, se ha visto un incremento en los
índices de inseguridad alimentaria y en especial un incremento en los hogares
con inseguridad moderada y severa. Nuestra población no tiene acceso a dietas
saludables; las familias sólo buscan “llenar el estómago” y lo hacen
principalmente a base de farináceos (harinas),
presentando un patrón de alimentación monótono con escaso consumo de frutas y
hortalizas, y bajo consumo de proteínas de origen animal.
En el caso de Venezuela según datos de
ENCOVI (Encuesta de Condiciones de
Vida, 2019-20), la desnutrición crónica en niños menores de 5 años se ubicó
en 30,3% siendo el segundo país de Latinoamérica con la prevalencia más alta,
comparable además, con países como Nigeria, Camerún y República del Congo.
Esta situación es alarmante y preocupa
el retroceso que se ha venido observando en las estadísticas de salud y
nutrición a lo largo de estos años. Pero más preocupa la mirada indiferente de
los entes oficiales que tienen en sus manos la posibilidad de detener esta
carrera al precipicio y revertir las consecuencias.
Venezuela, según el Programa Mundial de Alimentos,
conforma el grupo de países que enfrentan la peor crisis alimentaria en el 2019.
Aunado a esto, la pandemia no sólo ha generado casos de personas infectadas en
el país, sino que se ha agudizado la crisis sanitaria en los hospitales, la
economía se ha deteriorado aún más incidiendo en un alza en los costos de
alimentos con merma en los ingresos familiares por escasa o nula actividad
productiva y desempleo en ascenso, racionamiento en el servicio de gas, luz y
agua -básicos para la preparación de las comidas y la higiene-, además de
problemas en la distribución adecuada de alimentos producto del
desabastecimiento de gasolina.
Lamentablemente, la situación de pandemia pone entre la
espada y la pared a la población venezolana, en especial a las familias más
pobres, quienes se debaten entre el riesgo de morir por COVID-19 exponiéndose
al ir a buscar el sustento o el riesgo de morir de hambre, sin duda una
decisión nada fácil. Es por ello, que se requiere una vigilancia y monitoreo
constante de la situación para observar el movimiento de los indicadores y con
base a esta información dar respuesta oportuna a cada familia, evitando un
desastre mayor en la población.
Venezuela, como la mayoría de los países, no está en vías
de cumplir con las metas de Desarrollo Sostenible. La trasformación de los
sistemas alimentarios es clave para conseguir dietas saludables y más
importante, que estas dietas sean asequibles a todos, no solo un beneficio de
los sectores con mayor ingreso económico. El acceso a una dieta variada, de
calidad, suficiente e inocua reduciría la prevalencia de todas las formas de malnutrición,
tanto desnutrición como sobrepeso y obesidad. Una alimentación en la cual se
incluyan más porciones de frutas y hortalizas, leguminosas, cereales
integrales, se modere la ingesta de alimentos de origen animal y se eviten los
productos ultraprocesados, evitaría las aparición de enfermedades crónicas y
disminuiría las deficiencias de vitaminas y minerales o “hambre oculta”. Además
se debe educar a los individuos para hacer uso adecuado de los desperdicios y
desechos evitando el impacto negativo en el ambiente.
Uno de los retos, en especial de los países con una
crisis alimentaria como Venezuela-, es desarrollar estrategias para disminuir
los costos de los alimentos nutritivos, las frutas, hortalizas, entre ellos.
Algunas posibles soluciones serían eliminar la cadena excesiva de
intermediarios entre el agricultor y el consumidor que eleva tanto los costos;
educar a la población para un consumo de alimentos consiente y responsable,
favoreciendo la ingesta de frutas y hortalizas de temporada.
La estrategia de huertos en casa y en las escuelas es
perfecta para trasmitir el respeto por la tierra, no así para alimentar a toda
una población hambrienta, como es el caso de Venezuela; para esto se necesitan
políticas públicas de gran impacto. La protección social, es una política que
puede aumentar el poder adquisitivo de los hogares más vulnerables y con la
adecuada educación nutricional permitiría que la población acceda a dietas más
saludables.
Una forma de transformar los sistemas alimentarios en
Venezuela es implementar políticas para fomentar la agricultura, dar confianza
y seguridad a los agricultores y sus cosechas; favorecer el crecimiento de los
pequeños y medianos productores y emprendedores. Estas acciones podrían
favorecer el crecimiento económico del país y disminuir la dependencia a
la importación en rubros que anteriormente se producían en Venezuela.
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