Se ha repetido numerosas veces que el acto alimentario no se
reduce al mero plano biológico, sino que conlleva decisiones psicológicas y
culturales.
No sólo satisfacemos el hambre, también, en condiciones
normales, ingerimos los alimentos que nos complacen individualmente, buena
parte de los cuales forman parte de aquellos que constituyen la cocina que
estamos habituados por tradición. Así puede hablarse de “mi gusto” para
referirnos a los primeros y de “nuestro gusto” para indicar los segundos.
Esa dicotomía que presenta la realización del acto
alimentario es producto de un complicado proceso que, según los especialistas,
se inicia en el útero materno y tiene que ver con la precoz capacidad del ser
humano para la percepción sensorial y la distinción mental, y continúa sin
cesar hasta la muerte.
Sin embargo, es en el período de la infancia cuando las
impresiones se fijan con mayor fuerza hasta el punto de que el adulto se
encuentra ya con un patrón gustativo que determina si no definitiva, sí
considerablemente su dieta.
Este desarrollo que conduce a la fijación de nuestro modo de
comer tiene como factor limitante las particularidades biológicas de cada uno,
pero se inscribe dentro del fenómeno más amplio y más influyente de la
socialización. De forma que nuestra personalidad gastronómica, si se puede
decir así, no responde necesariamente a las leyes de la nutrición sino
preferentemente a conductas adquiridas durante el complejo proceso de
endoculturización culinaria.
Si se nos pidieran los rasgos de nuestra identidad cultural,
en muchos casos, recurriríamos a la distinción alimentaria, es decir, a lo que
comemos por contraposición con lo que los otros comen, pues lo que constituye
nuestra práctica alimentaria colectiva es una de las características más resaltantes
del grupo al que pertenecemos.
Los mexicanos y los venezolanos comparten uno de los
alimentos básicos de su dieta, el maíz.
Los mexicanos lo consumen generalmente en forma de tortillas y los venezolanos
en forma de arepas.
Si en algún guiso interviene como ingrediente la salsa de
soya, tendremos de inmediato a relacionarlo con la cultura china; si en una
ensalada tiene orégano, aceite de oliva y aceitunas juzgaremos que se trata de
un plato de la cocina mediterránea.
En el caso de Venezuela, nos encontramos con una realidad
gastronómica compuesta por al menos dos grupos: uno, que acostumbrado desde la
infancia a consumir nuestras preparaciones típicas (arepas, hallacas,
bienmesabe, etc.), no tiene dificultad en cuanto a su identidad cultural
alimentaria, y otro, que por no haber recibido en su infancia el conocimiento
de esos platos típicos, habiendo llegado a adulto, muestra serias dificultades
respecto de esa identidad.
Este último grupo está en considerable y preocupante
crecimiento. Por ello, si apreciamos en su justo valor nuestra cultura, debemos
sentirnos, sin duda, impulsados a actuar en pro de su salvaguarda.
No basta para lograr la meta señalada el discurso teórico,
es necesario plantearse un plan de acción que permita salvaguardar ese patrimonio
cultural, a cuyo efecto presentamos algunas ideas.
1. Consideramos necesario sensibilizar a los integrantes de
nuestra sociedad en relación con la importancia que tienen nuestras tradiciones
alimentarias. Ellas constituyen parte del Patrimonio Nacional Cultural.
De allí que uno de los primeros pasos que ha de darse es el
de definir nuestro patrimonio alimentario típico, recopilando recetas
nomenclatura, prácticas, hasta formar un inventario que cubra todas las
regiones del país.
2. Siendo la infancia la etapa vital en la cual se configura
con nitidez el patrón cultural, es necesario que en las escuelas de educación
básica se incluya una instrucción destinada a familiarizar a los educandos con
nuestras preparaciones típicas.
Esta transmisión de conocimientos alimentarios hecha desde
una temprana edad, contribuiría a la formación de la memoria gustativa y
fortalecería la identidad cultural de los venezolanos.
3. Dado que en los últimos años se han manifestado numerosas
vocaciones por el oficio de la cocina, convendría incluir en sus programas cursos de cocina venezolana.
Pues quienes adquieran conocimientos culinarios de manera
profesional podrían constituirse, en el
ejercicio de su carrera, en factores de divulgación de nuestros plantos típicos.
Creemos que es imprescindible infundir a nuestros hábitos
alimentarios una buena dosis de venezolanismo, sobre todo en nuestra época de
crisis de valores colectivos.
Fuente:
José Rafael
Lovera (2006). Gastronáuticas.
Ensayos sobre temas gastronómicos. Fundación Bigott. Caracas.
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