jueves, 31 de enero de 2019

Una nación también se construye desde el plato. El Pabellón criollo.


Uno de los elementos marcadores de la identidad nacional es el corpus culinario, que expresa de manera concreta –y simbólica– la manera que tiene un pueblo o una comunidad de cohesionarse y de diferenciarse de los otros. Pero también expresa una manera de relacionarse con el mundo y contribuir a construir sus representaciones culturales.
Venezuela era, en el tercer tercio del siglo XIX, cuando apenas se había independizado del colonialismo del imperio español, una nación a medias, un país desarticulado física, política y económicamente, con sus recursos humanos devastados por una larga y cruenta guerra y con menguados recursos presupuestarios para cancelar los sueldos de la administración pública y adelantar las acciones más urgentes que requiere la conducción del Estado.
Se podía decir que Venezuela era un país – pero no una nación–que, aparte de un territorio y una población, requería de un sentimiento compartido de identidad (la identidad actúa como un cemento social que cohesiona el grupo y lo diferencia de otros grupos) y de un propósito y dirección compartida por el colectivo. Venezuela estaba, entonces, dividida en regiones que funcionaban como compartimentos estancos, aislados, que no se comunicaban fácilmente entre sí y que estimulaban un sentimiento profundamente regionalista; que actuaba como un caldo de cultivo para la anarquía y los intentos de desmembramiento del territorio nacional. Se era oriental, andino o llanero, pero no venezolano.
La gran mayoría de la población se concentraba en una pequeña porción del territorio, en la faja centro-norte-costera, que cubría apenas una quinta parte de la superficie del país. Esa precariedad se evidenciaba por la existencia de una geografía dividida en regiones prácticamente incomunicadas entre sí, por la inexistencia de vías y de medios de comunicación que las enlazaran; por la existencia de un poder repartido entre caudillos regionales que actuaban como señores feudales en su territorio de influencia, en sustitución de los poderes públicos y de las instituciones a nivel central; y por una economía de escaso desarrollo y carente de una estructura organizada sobre la base de la existencia de un mercado interno nacional, impidiendo que los bienes y los servicios económicos fluyeran libremente de un estado o de una región a la otra.
Se asistió, pues –en las postrimerías del siglo XIX–, al nacimiento de la simbolización del sentido de lo nacional y de su instauración en la vida pública y en el imaginario de los venezolanos. En el ámbito de la gastronomía nacional, apareció una preparación culinaria que, en relativamente poco tiempo –apenas unas décadas–, se convirtió en el plato más representativo de la cocina popular venezolana: el Pabellón Criollo.
Ante la inexistencia de un sentimiento de pertenencia nacional que vinculara a los pobladores del país, y de una estructura jurídica, política y económica que sirviera de soporte para ese sentimiento, era muy difícil que surgiera algo así como un «plato nacional»; uno que fuera apreciado en todas las regiones y se convirtiera en el símbolo de la cocina nacional –tal como ocurrió, unas pocas décadas más tarde, con el pabellón criollo–. Miguel Tejera realizó en 1874 un inventario de los principales platos de la alimentación de los venezolanos, mencionando solamente unos pocos, entre los cuales aparecía el sancocho, la sopa de arvejas, la carne frita y las tajadas de plátano maduro.
En su lista no figuraban, por ejemplo, preparaciones como la hallaca o el pabellón caraqueño o criollo (como más tarde sería denominado). Entonces, era improbable que surgiera un «plato nacional» cuando aún no se habían creado las bases para la construcción de la nación venezolana como un ente unificado, animado por una alma y un proyecto colectivo, tal como ocurrió con el intento de modernizar al país que tuvo lugar a medias en tiempos de la presidencia de Guzmán Blanco, 1870-1877.
El pabellón caraqueño, como fue llamado al inicio, nació en Caracas probablemente en un período comprendido entre los cinco últimos años del siglo XIX y la primera década del siglo XX. En Caracas existían algunos restaurantes a finales del siglo XIX. Uno de ellos, de cierta importancia, era El Pabellón Nacional, cuyo nombre evoca la bandera nacional, símbolo patrio, abierto al público en marzo de 1893, no aparece mencionado el pabellón caraqueño o criollo entre los muchos platos que ofrece ese establecimiento; ello a pesar de la similitud en los nombres, ya que pudiera haber sido tratado como el plato «estrella» del restaurante
Años atrás, en 1886, en el menú del restaurante caraqueño “El Vapor”, aparecen los componentes del pabellón caraqueño, pero por separado, uno a uno –o, a lo sumo, de dos en dos–, como ya era costumbre a finales del siglo XVIII. Pero jamás es referido como el plato compuesto que se llama en el país «pabellón», compuesto por sus tres integrantes básicos (arroz, carne frita y caraotas negras, ya que las tajadas fueron agregadas en el curso de la evolución del plato).
El pabellón caraqueño aparece mencionado en un poema del poeta humorístico caraqueño Francisco Pimentel (1859-1942), también conocido como Job Pim (o El Jobo), titulado «Canto al Pabellón»  1917.
«Todo aquel que haya comido
en restoranes baratos,
de los populares platos
debe haber el nombre oído.

Las caraotas que, fritas,
son manjar del proletario
llámanse aquí, de ordinario,
Negritas.

Más si las sirven guisadas,
resultan algo más finas,
pues entonces son llamadas
Carolinas.

Y si la mitad le amputo
y añado de arroz el resto,
ya tengo un plato compuesto:
Medioluto.

Es de épocas remotas
el plato de sensación,
carne, arroz y caraotas:
Pabellón.

Y si a agregar se le manda
de plátano otra sección
es entonces pabellón
con baranda.

Frita y frita con tajada
también es plato de ley
y combinación llamada
de sota, caballo y rey».


El plato pasó de la denominación de pabellón caraqueño a la de pabellón criollo como una muestra de la influencia que ejerció el surgimiento del criollismo y del sentimiento de lo criollo en Caracas, que se ha comportado históricamente como la caja de resonancia de la sociedad venezolana, como el «centro difusor hacia el resto del país». Eso también evidencia la sustitución de la connotación regional por la de nacional.
En las primeras décadas del siglo XX emergió en el ámbito de la literatura la idea del «criollismo», en la que se inscribe la novela «En este país» –de Urbaneja Achelpohl, publicada en Caracas en 1916– y que se empleaba para definir el canto y la danza del joropo. En 1948 se llevó a cabo una gran concentración de las muestras de las manifestaciones folclóricas en el Nuevo Circo de Caracas, organizada por Juan Liscano, en la ocasión en que el novelista Rómulo Gallegos fue juramentado como presidente de Venezuela.
En esos años el pabellón, así, a secas, pabellón pasó a ser conocido como pabellón caraqueño, aludiendo a su origen, y luego como pabellón criollo, aludiendo a su condición popular adscrita a lo «criollo».
El pabellón criollo nació para ser convertido prontamente en un plato popular en toda Venezuela, es decir, un «plato nacional», por tres razones –al menos–. La primera de ellas se relaciona con la naturaleza simbólica de la preparación que combina tres alimentos, que se aúnan para formar una suerte de estructura tricolor, semejante a la bandera nacional. La segunda se refiere a la equivalencia lingüística de la palabra pabellón con la de bandera. La tercera vincula los tres colores del plato con el mestizaje racial y cultural venezolano, resultante de la mezcla del blanco español, representado por el arroz; del negro africano que –tras una estadía caribeña– se convirtió en afroamericano; y luego –al arribar a Venezuela–, en afro-venezolano, representado por las caraotas negras, y –por último–, la presencia del indígena, que poblaba estas tierras desde antes de los procesos de la conquista y de la colonización española. Este último está representado por el color marrón u ocre de la carne de res, ganado introducido a América por Cristóbal Colón.
El pabellón criollo es un plato que lleva pocos ingredientes de base, que no se mezclan entre sí en la preparación y conservan su color y su textura y cuyos sabores particulares pueden diferenciarse fácilmente. Es el resultado de una sencilla elaboración, que presenta una escasa variación regional y que se come en cualquier época del año de manera ordinaria.
La hallaca, como el pabellón criollo y cualquier otro «plato nacional », están inmersos en el centro de una compleja trama de relaciones simbólicas en el ámbito de lo social. Y en este sentido el consumo del pabellón criollo, y especialmente de la hallaca, constituyen viajes imaginarios hacia la cosa simbolizada –ausente o innombrada–, que recuerda la Patria, a la nación en trance de construcción.
El pabellón criollo –el plato más popular del corpus culinario de Venezuela–, se inscribe históricamente y –a pesar de su creación relativamente reciente–, como el elemento simbólico más importante de la cocina venezolana. Es epítome y símbolo de la unidad nacional, como resultante de un complejo y rico proceso de mestizaje de las distintas culturas que han poblado nuestro territorio y conformado la nación venezolana. Esta es la nación que, como en otros múltiples elementos constitutivos y determinantes, también se construye desde el plato.



Fuente:
Rafael Cartay (2015).  Una nación también se construye desde el plato. AGROALIMENTARIA. Vol. 21, Nº 40; enero-junio.145-152.



jueves, 24 de enero de 2019

La gastronomía ante los peligros epidemiológicos y nutricionales en el siglo XXI


La alimentación ha jugado un papel fundamental en el desarrollo de la humanidad, ha contribuido a su configuración social y cultural y se ha convertido en un factor clave para explicar las dinámicas demográficas y de salud.
Sin embargo, a pesar de todas estas evidencias, en el siglo XXI, en materia de alimentación y nutrición, el ser humano tiene que seguir haciendo frente al hambre y la desnutrición –como expresión biológica del subdesarrollo y la desigualdad social –, al mismo tiempo que debe afrontar el reto de una pandemia de obesidad que responde, por un lado, a la sobrealimentación y los hábitos alimentarios inadecuados, y, por otro, a lo que se conoce como la obesidad de la pobreza, aquella que convive con el hambre y la desnutrición y que comparte buena parte de sus factores determinantes.
Para superar este doble reto, se debe garantizar a todas las personas una alimentación de calidad donde la gastronomía está llamada a jugar un papel fundamental. Desde la sinergia que cabe establecer entre la nutrición y la evolución de la propia gastronomía y de la cocina, el saber gastronómico, entendido como una ciencia y un arte que nos suministra los conocimientos necesarios para la elección de los alimentos convenientes, y cómo proceder al condimento de los mismos y a su presentación en la mesa, debe evolucionar en beneficio de la nutrición.
Con la gastronomía podemos aprender a comer y a nutrirnos de forma adecuada, sin renunciar al objetivo de disfrutar comiendo. La cocina debe apostar por una gastronomía centrada en las materias primas de calidad y asegurar, así, el sabor de los alimentos y la salud de los consumidores.
Hoy asociamos la cocina con el hecho de hacer a los alimentos más apetitosos, pero en un principio eran cocinados para facilitar su digestión, para hacerlos comestibles. Como señala Almudena Villegas “la gastronomía aparece cuando las necesidades primarias están satisfechas, cuando el ser humano elabora y recrea el alimento que ya no es una afán prioritario y cotidiano”.
En palabras de Josep María Pinto, la gastronomía aparece en el momento en el que se introducen en el imprescindible acto de comer nuevos parámetros: el placer, la sociabilidad, la reflexión (y añadimos, nosotros, también la salud). Como recuerda Rafael Ansón, hoy más que nunca la gastronomía debe asumir su doble perfil, y adoptar su condición de concepto unitario, ya que no resulta posible disociar los aspectos que afectan a la salud de los componentes vinculados con el placer.
Se trata, sostiene dicho autor, de pasar de una época donde lo único importante eran el placer y la satisfacción, a una sociología de la alimentación que implica no sólo acabar con el hambre y tratar de que todas las personas coman saludablemente, sino, también y de una forma muy especial, que cada vez más personas disfruten comiendo.
Que el placer gastronómico no corresponda sólo a unos cuantos privilegiados, sino que se extienda a la mayoría de las poblaciones. Ha de ser desde la confluencia entre nutrición y gastronomía, como se debe intentar alcanzar una alimentación de calidad, aquella que además de ser nutricionalmente adecuada, variada y saludable, sea rica, apetecible y adaptada a los gustos y necesidades de los consumidores.
Se trata de incorporar la calidad gastronómica, y contemplar las características organolépticas de los alimentos (sabor, olor, color, textura, etc.), de las técnicas y métodos empleados en su preparación y cocinado, así como de la habilidad aplicada a las mismas, y de factores más relativos, variables o subjetivos, tales como los gustos individualizados, o los usos y las modas de la época, lugar o cultura.
No se come sólo por salud, también se come por placer, y, sobre todo, se come de acuerdo con unos hábitos alimentarios. Al programar una dieta, aunque sea correcta desde el punto de vista nutricional, si no se tiene en cuenta el placer y los hábitos, es decir la gastronomía, muy probablemente fracasará.
Existen tres elementos que determinan el consumo o no consumo de un alimento: su palatabilidad, su digestibilidad y su metabolicidad, siendo la primera la llave para los otros dos. El reto de conseguir la palatabilidad se convierte, así, en el punto de encuentro entre gastronomía y nutrición, y en uno de los factores fundamentales en el desarrollo de la gastronomía. Los gastrónomos buscan conocer la influencia de los diferentes procesos culinarios en la palatabilidad de sus elaboraciones, a través de las informaciones que proporcionan las ciencias de la nutrición y los alimentos.
Se trata de llevar a la práctica las enseñanzas del buen comer, logrando coordinar los aspectos nutricionales con los gastronómicos. Pero se trata también de recordar que la alimentación es un derecho básico y una responsabilidad colectiva que precisan de una cultura alimentaria basada en una gastronomía saludable.
El reto está en formar ciudadanos gastronómicamente responsables. Comer mejor significa vivir mejor (‘somos lo que comemos”), y aunque comer bien pueda resultar complejo, también debería resultar placentero. Promover y preservar la salud pasa por desarrollar y adquirir unos hábitos alimentarios adecuados, de ahí la importancia de integrar en el discurso de la nutrición humana y la dietética, la idea de que la gastronomía constituye uno de los pilares fundamentales de la cultura de la salud, y, por ello, los ciudadanos preservarán mejor su salud cuando mejor desarrollen sus hábitos alimentarios, incluyendo en los mismos la plena recuperación de la función social que implica el hecho de alimentarse.
En el proceso de humanización de la conducta alimentaria, el comer se convirtió en un acto social, y en dicho proceso la gastronomía jugó un papel destacado. Como afirmaba el profesor Gregorio Varela Mosquera, “El ser humano es el único animal que cocina sus alimentos, y además el único que los comparte. Sólo él produce una cocina gastronómica”.
Sin embargo, en los últimos tiempos, y a pesar de la actualidad y la importancia mediática que muestran tanto la alimentación como la gastronomía, parece que estamos revirtiendo los efectos de la revolución culinaria que convirtió el acto de comer en acto saludable y socializador. Los alimentos precocinados se han convertido, de hecho, en un emblema de la cultura del calentar y servir, del plástico y del silencio, donde se ha instalado el consumidor de comida rápida.
La comodidad de los alimentos preparados ha comportado, también, un cambio importante de valores y ha conllevado la generalización de productos procesados industrialmente concebidos para ser consumidos a toda prisa o bien delante del ordenador o de la televisión. ¿Hasta qué punto corremos el peligro de retroceder en el efecto socializador que acompañó la primera gran revolución de la comida?, ¿estamos priorizando la comodidad y la rapidez frente al placer de comer o el objetivo de nutrirse de forma saludable?, ¿dónde queda el saber gastronómico bien entendido?
Para conseguir que la alimentación-nutrición y la alimentación-gastronomía cumplan con el papel que tienen que desempeñar en las sociedades actuales, parece indispensable que los conocimientos de alimentación-nutrición y la educación del gusto, es decir, la educación en materia de alimentación y gastronomía se incorporen, como algo absolutamente esencial y obligatorio, al sistema educativo, incluida la formación gastronómica de los dietistas-nutricionistas.
Como se subrayaba en la iniciativa aprobada por el Parlamento Europeo sobre El Patrimonio Gastronómico Europeo: Aspectos Culturales y Educativos, el 12 de marzo de 2014, si se quieren evitar gastos extraordinarios y difícilmente asumibles, incluso en las sociedades más desarrolladas, para curar las enfermedades y las patologías derivadas de una mala alimentación, la gastronomía debe incorporarse a las aulas.
El objetivo principal de la educación y la cultura alimentaria del siglo XXI tiene que ser demostrar y convencer a todo el mundo, que es absolutamente compatible, además de obligatorio, comer saludable y gastronómicamente.
La dieta gastronómica, entendida como aquella que integra el discurso de la nutrición humana y la dietética, al mismo tiempo que ofrece platos atractivos y apetitosos –indicando el modo de elaborarlos y en ocasiones modificando la forma tradicional de confeccionarlos–, se puede convertir en un instrumento válido para alcanzar las recomendaciones nutricionales de energía y nutrientes, pero sin olvidar que no se come únicamente para no enfermar y mantener la salud, sino también por placer y por unos hábitos alimentarios que son consecuencia de una historia sociocultural.
En este sentido, la cultura alimentaria mediterránea en consonancia con movimientos como el Slow Food, nos aporta un patrimonio gastronómico que hace referencia al complejo entramado de prácticas y conocimientos, valores y creencias, técnicas y representaciones sobre qué, cuándo, cómo, con quién, y por qué se come lo que se come. Incluye los productos y las técnicas de producción o elaboración, y también usos y costumbres y formas de consumo. Nos enfrentamos al reto de conseguir una cocina y una forma de alimentarnos (la gastronomía) compatible con los descubrimientos más recientes de la nutrición. ¿Por qué no adoptamos y/o readaptamos la Dieta Mediterránea en los términos que cabría esperar?
Muy probablemente porque elegir un estilo de vida saludable, como el que representa la Dieta Mediterránea, no depende únicamente de la voluntad (el querer), si no que entran en juego el saber (informar y educar) y el poder (la accesibilidad). Hacer compatibles las tres condiciones, exige información y educación, pero también políticas públicas que garanticen para todos los ciudadanos la accesibilidad a una gastronomía saludable.

Fuente: La gastronomía ante los retos epidemiológico-nutricionales del siglo XXI.  Josep Bernabeu-Mestrea , María Eugenia Galiana Sáncheza , Eva María Trescastro Lópeza.  Revista Española de Nutrición Humana y Dietética.  Rev Esp Nutr Hum Diet. 2017; 21(3): 209 – 212. http://rua.ua.es/dspace/bitstream/10045/70648/1/2017_Bernabeu-Mestre_etal_RevEspNutrHumDiet.pdf


jueves, 17 de enero de 2019

Estilos de vida saludable como alternativa


Ya desde 1946 la OMS había definido la salud como un estado de bienestar físico, social y mental. En la I Conferencia Internacional sobre la Promoción de la Salud, realizada en Ottawa el 21 de noviembre de 1986, se emitió la Carta de Ottawa, donde se establece que la promoción de la salud consiste en proporcionar a los pueblos los medios necesarios para mejorar su salud y ejercer un mayor control sobre la misma.
En ese sentido, para alcanzar un estado adecuado de bienestar físico, mental y social, un individuo o grupo debe ser capaz de identificar y realizar sus aspiraciones, de satisfacer sus necesidades y de cambiar o adaptarse al medio ambiente. La salud se percibe, pues, no como el objetivo, sino como la fuente de riqueza de la vida cotidiana. Se trata, por lo tanto, de un concepto positivo, que acentúa los recursos sociales y personales, así como las aptitudes físicas.
La promoción de la salud constituye un proceso político y social global, que abarca las acciones dirigidas directamente a fortalecer las habilidades y capacidades de los individuos, y las orientadas a modificar las condiciones sociales y ambientales, con el fin de mitigar su impacto en la salud pública e individual.
La Organización de las Naciones Unidas, en el 2000, promulgó la declaración del milenio, documento que involucra una política sin precedentes, cuyo objetivo general implica el reconocimiento de que “además de las responsabilidades que todos tenemos respecto de nuestras sociedades, nos incumbe la responsabilidad colectiva de respetar y defender los principios de la dignidad humana, la igualdad y la equidad en el plano mundial”.
Las metas del milenio, en una concepción sistémica, deben promover acciones que contribuyan a la seguridad alimentaria y al desarrollo de una vida saludable, entendiendo que: “Existe seguridad alimentaria cuando todas las personas tienen en todo momento acceso físico y económico a suficientes alimentos, inocuos y nutritivos, para satisfacer sus necesidades alimentarias y sus preferencias en cuanto a los alimentos, a fin de llevar una vida activa y sana”. En relación con esta definición, aparece una nueva concepción de alimentos que vinculan la nutrición con la salud y con el tema de estilos de vida saludable, pues alimentarse bien y hacer ejercicio, según la FAO, son pasos importantes para mantener una buena salud.
El examen de los objetivos y metas de desarrollo del milenio, relacionados con la salud, debe realizarse en el marco del derecho a la salud, teniendo en cuenta sus aspectos éticos, sociales, técnicos y políticos. La buena salud es un factor decisivo para el bienestar de las personas, las familias y las comunidades y, a la vez, un requisito del desarrollo humano con equidad.
En la sociedad occidental actual, el término salud, definido como el estado en el que hay ausencia de enfermedad, ha sido cambiado por calidad de vida. Los objetivos de los sistemas de salud de tales sociedades no se deben limitar a que las personas no padezcan enfermedades. De tal forma, la salud no es una cuestión individual, y los índices de salud no se constituyen en la sumatoria de los efectos que se dan en los diferentes individuos.
En los países desarrollados existe la paradoja de que la mayoría de las enfermedades son producidas por los estilos de vida de su población, y, sin embargo, los recursos sanitarios se desvían hacia el propio sistema sanitario para intentar curar estas enfermedades, en lugar de destinar más recursos económicos en la promoción de la salud y prevención de las enfermedades. Estos estilos de vida poco saludables son los que causan la mayoría de las enfermedades (afecciones crónicas, cáncer, enfermedades infecciosas, drogodependencias, trastornos de la conducta alimentaria, entre otras).
En epidemiología, el estilo de vida, el hábito de vida, la forma de vida, son un conjunto de comportamientos o actitudes que desarrollan las personas, que unas veces son saludables y otras son nocivas para la salud. El estilo de vida tiene un impacto directo en la calidad total de las vidas. La selección de un estilo de vida también afecta a otras personas y al entorno. Entonces, se considera que habrá salud en tanto que el cuerpo esté sano y tenga un efecto positivo en otros y en el ambiente en que habita.
Desde una perspectiva integral, es necesario considerar los estilos de vida como parte de una dimensión colectiva y social, que comprende tres aspectos interrelacionados: el material, el social y el ideológico.
En lo material, el estilo de vida se caracteriza por manifestaciones de la cultura material: vivienda, alimentación, vestido. En lo social, según las formas y estructuras organizativas: tipo de familia, grupos de parentesco, redes sociales de apoyo y sistemas de soporte, como las instituciones y asociaciones. En el plano ideológico, los estilos de vida se expresan a través de las ideas, valores y creencias, que determinan las respuestas o comportamientos a los distintos sucesos de la vida.
En este contexto, los estilos de vida se definen como los procesos sociales, las tradiciones, los hábitos, conductas y comportamientos de los individuos y grupos de población, que llevan a la satisfacción de las necesidades humanas para alcanzar el bienestar y la vida. Los estilos de vida saludables son formas de vida que comprenden aspectos materiales, la forma de organización y los comportamientos. Por ello, la clave para la promoción de la salud y la prevención de enfermedades, en el siglo XXI, es crear un entorno que favorezca los comportamientos positivos y un estilo de vida saludable.
Para la mayoría de las enfermedades, se pueden identificar factores de riesgo durante la edad infanto-juvenil, aunque todavía existen muchas lagunas en comprender la relación entre la evolución durante la adolescencia y el desarrollo de enfermedades no transmisibles. La adolescencia es una etapa de vida crucial, que implica múltiples cambios fisiológicos y psicológicos los cuales afectan las necesidades nutricionales y los hábitos alimentarios.
Dentro de las alternativas para lograr mejorar los estilos de vida que involucran aspectos de tipo socioeducativo se incluyen, por ejemplo, las campañas de prevención del tabaquismo, del consumo de alcohol, las de promoción del ejercicio físico o las de promoción de la salud, y se dirigen a grupos sociales o sociedades enteras. Los anteriores son factores de riesgo dentro de un estilo de vida, pero hay que considerar que: “La educación para la salud es toda actividad libremente elegida, que participa en un aprendizaje de la salud o de la enfermedad, es decir, es un cambio relativamente permanente de las disposiciones o de las capacidades del sujeto.
Una educación para la salud, eficaz, puede así producir cambios a nivel de los conocimientos, de la comprensión o de las maneras de pensar; puede influenciar o clarificar los valores; puede determinar cambios de actitudes y de creencias; puede facilitar la adquisición de competencias; incluso, puede producir cambios de comportamientos o de modos de vida”.
La función de “facilitar” ya implica las características que ha de tener el papel del educador, considerando a este como un facilitador de los cambios voluntarios de comportamiento, es decir, entendiendo la naturaleza de la tarea educativa para la salud como una relación de ayuda y apoyo, no impositiva, y en la que el elemento fundamental de la relación educativa es el que aprende.
Considerar que los cambios de comportamiento que pretende lograr la educación para la salud han de ser “voluntarios”, implica una percepción antropológica de que todo individuo posee un modo de vida propio, que viene condicionado por su herencia, su desarrollo, su cultura y su entorno, y que, por tanto, cada persona tiene su propia forma de comportarse, sus actitudes, sus valores, sus experiencias y sus conocimientos específicos.
Pero, al mismo tiempo, supone una concepción de la educación para la salud como proceso facilitador de cambios en los estilos de vida de los sujetos, que estos podrán asumir o no, sin ejercer ningún tipo de manipulación conductual sobre ellos.
Los “comportamientos saludables” que se pretende conseguir con los proyectos educativos para la salud son aquellos que nos permiten mejorar nuestro estado de salud. Con ello se alude no solo al resultado de las actividades educativas, sino también a la influencia de las acciones emanantes de diversas instancias sobre la salud, esto es, sobre las condiciones de vida, ambientales o de servicios prestados a la población.
Desde una perspectiva intervencionista, la educación para la salud se ha considerado como un proceso propositivo de aprehensión de patrones relativos al mantenimiento y promoción de la salud. Este proceso tenderá a crear hábitos que lleven a unas conductas referidas a estilos de vida sanos.
Para que se generen reales acciones de defensa de la salud, se debe implicar responsablemente al individuo y al grupo en las acciones de defensa de la salud, es decir, debe aparecer un compromiso de cambio.
Las acciones preventivas evitan la aparición de un problema, pero las acciones previsivas promulgan acciones positivas hacia la previsión que tiene el fin de reforzar o fomentar los factores protectores de la salud y mejorar el ambiente de la persona, para que sea cada día más útil, saludable y feliz.
Para los alumnos, la educación para la salud debe ser percibida como un elemento más en el quehacer cotidiano de la escuela. Si la educación para la salud se lleva a la escuela de manera global e integrada en el currículum, afectará a toda la población escolar a lo largo del período de escolaridad obligatoria, período suficientemente largo para que la acción educativa haya generado conductas óptimas referidas al patrón salud.
Desde una perspectiva psicológica, debemos subrayar la importancia configurativa de las intervenciones educativas que se producen en la escuela; los niños en edad escolar disfrutan de la mayor plasticidad de su período vital, por lo que su capacidad de cambio es mucho mayor de la que pueden tener luego como seres adultos.
Debemos subrayar, por último, que nunca una experiencia de este tipo pueden ser impuesta, sino que debe ser aceptada no solo por la escuela, sino por la comunidad escolar, teniendo en cuenta las necesidades e intereses de los distintos grupos sociales que la integran; solo así las intervenciones serán congruentes, produciendo la consiguiente amplificación de sus efectos.
Estos planteamiento requieren de profundos cambios en la forma de educar, respecto de la iniciación de esta formación en etapas tempranas de la vida. En segunda instancia, es evidente la necesidad de políticas claras de las instituciones gubernamentales y de los formadores de formadores, para crecer en la habilidad de comunicar la importancia del desarrollo de una conciencia personal respecto de la responsabilidad que tiene cada individuo frente a su salud, y que esta genera un compromiso social acerca de la veracidad de la información transmitida, de la verificación de la efectividad en el cambio de patrones de conducta y, finalmente, respecto de la salud de los miembros de dicha comunidad.

Fuente:
Gabriela Rabe Cáez Ramírez y Nidia Casas Forero (2007). Formar en un estilo de vida saludable: otro reto para la ingeniería y la industria. Educación y Educadores. educ.educ.,  Volumen 10, Número 2, pp. 103-117. Universidad de La Sabana, Facultad de Educación. Colombia