jueves, 31 de mayo de 2018

La escuela, al rescate de nuestras tradiciones alimentarias e identidad


Se ha repetido numerosas veces que el acto alimentario no se reduce al mero plano biológico, sino que conlleva decisiones psicológicas y culturales.

No sólo satisfacemos el hambre, también, en condiciones normales, ingerimos los alimentos que nos complacen individualmente, buena parte de los cuales forman parte de aquellos que constituyen la cocina a que estamos habituados por tradición. Así puede hablarse de “mi gusto” para referirnos a los primeros y de “nuestro gusto” para indicar los segundos.
Esa dicotomía que presenta la realización del acto alimentario es producto de un complicado proceso que, según los especialistas, se inicia en el útero materno y tiene que ver con la precoz capacidad del ser humano para la percepción sensorial y la distinción mental, y continúa sin cesar hasta la muerte.
Sin embargo, es en el período de la infancia cuando las impresiones se fijan con mayor fuerza hasta el punto que en el adulto se encuentra ya con un patrón gustativo que determina si no definitiva, sí considerablemente su dieta.
Este desarrollo que conduce a la fijación de nuestro modo de comer tiene como factor limitante las particularidades biológicas de cada uno, pero se inscribe dentro del fenómeno más amplio y más influyente de la socialización.
De forma que nuestra personalidad gastronómica, si se puede decir así, no responde necesariamente a las leyes de la nutrición sino preferentemente a conductas adquiridas durante el complejo proceso de endoculturación culinaria.
Si se nos pidieran los rasgos de nuestra identidad cultural, en muchos casos, recurriríamos a la distinción alimentaria, es decir, a lo que comemos por contraposición con lo que otros comen, pues lo que constituye nuestra práctica alimentaria colectiva es una de las características más resaltantes del grupo al que pertenecemos.
Los mexicanos y nosotros, compartimos uno de los alimentos básicos, “el maíz”, pero ellos lo consumen generalmente en forma de tortillas y nosotros en forma de arepa.
Si en algún guiso interviene como ingrediente la salsa de soya, tendemos de inmediato a relacionarlo con la cultura china; si una ensalada tiene orégano, aceite de oliva y aceitunas juzgaremos que se trata de un plato de la cocina mediterránea.
En el caso de Venezuela, nos encontramos con una realidad gastronómica compuesta por al menos dos grupos: uno, que acostumbrado desde la infancia a consumir nuestras preparaciones típicas (arepas, hallacas, bienmesabe, etc.), no tiene dificultad en cuanto a su identidad cultural alimentaria, y otro, que por no haber recibido en su infancia el conocimiento de esos platos típicos, habiendo llegado a adulto, muestra serias dificultades respecto a esa identidad.
Lamentablemente, el número de estos últimos va en crecimiento  y el fenómeno de la llamada globalización –y la actual situación país- contribuye a diluir los pocos rasgos que pudieran contribuir a reforzar el patrón alimentario venezolano.
Influencias foráneas introducidas dentro de una intensa penetración económica auspiciada por el modelaje que se orienta a la imitación de patrones culturales extranjeros, la situación económica, la disponibilidad de alimentos y la importación de otros, pueden conducir, en el plano de que tratamos, a una pérdida de la identidad.
Si apreciamos en su justo valor nuestra cultura culinaria, debemos sentirnos, sin duda, impulsados a actuar en pro de su salvaguarda.
No basta para lograr la meta señalada el discurso teórico, es necesario plantearse un plan de acción –sobre todo desde la Escuela- que permita salvaguardar ese patrimonio cultural, a cuyo efecto presentaremos algunas ideas que pudieran resultar viables:
1. En primer término, consideramos necesario sensibilizar a los integrantes de nuestra sociedad en relación con la importancia que tienen nuestras tradiciones alimentarias. Ellas constituyen parte del Patrimonio Nacional Cultural, pese a que ninguna de las disposiciones legales relativas al asunto se establezca tal calificación.
Las edificaciones antiguas, las obras pictóricas y escultóricas producidas por nuestros compatriotas, los repositorios documentales, son sin duda parte del patrimonio a que nos referimos, pero también lo son, y con similar importancia, las antiguas recetas de cocina venezolana.
De allí que uno de los primeros pasos que ha de darse es el de definir nuestro patrimonio alimentario típico, recopilando recetas, nomenclatura, prácticas, hasta formar un inventario que cubra todas las regiones del país.
Un buen punto de partida para este quehacer sería la Geografía gastronómica venezolana de Ramón David León. Si bien se trata de un repertorio incompleto, puede utilizarse para comenzar el inventario por regiones que proponemos.
2. Siendo la infancia la etapa vital en la cual se configura con nitidez el patrón cultural, es necesario que en las escuelas de Educación Básica se incluya una instrucción elemental destinada a familiarizar a los educandos con nuestras  preparaciones típicas, para lo cual podría elaborarse una guía de lecturas estimulantes y llevarse a cabo sesiones básicas de degustación de esas preparaciones.
Esta transmisión de conocimientos alimentarios hecha desde una temprana edad, contribuiría a la formación de la memoria gustativa y fortalecería la identidad cultural de los venezolanos.
 3. Dado que en las últimas décadas se han venido manifestando numerosas vocaciones por el oficio de cocina, convendría recomendar, tanto a las instituciones públicas como a las privadas que cubren esa área educativa, incluir en sus programas de cursos de cocina venezolana, pues quienes adquieran conocimientos culinarios de manera profesional podrían constituirse, en el ejercicio de su carrera, en factores de divulgación de nuestros platos típicos.
Creemos que es imprescindible infundir a nuestros hábitos alimentarios una buena dosis de venezolanismo, sobre todo en nuestra época de crisis de valores colectivos. El problema no es nuevo, ya a mediados del siglo XX, se alzó la voz de denuncia de uno de nuestros ilustres historiadores: Mario Briceño Iragorry, quien en su hermosa obra: Alegría de la tierra, lanzaba campanadas de alerta sobre la minusvalía progresiva que comenzaban a sufrir nuestras tradiciones alimentarias. Hoy, a casi medio siglo de distancia todavía persiste ese patrimonio cultural: ¿habrá voluntad colectiva para salvaguardarlo?
Pensemos que sí, y en pro de esta causa cuyo éxito apuntalará nuestra identidad cultural, hemos hecho las propuestas anteriores.

Fuente:
José Rafael Lovera (1989). Gastronáuticas. Ensayos sobre temas gastronómicos. Fundación Bigott. Caracas.

jueves, 24 de mayo de 2018

Estilos de vida saludable como alternativa


Ya desde 1946 la Organización Mundial de la Salud (OMS), había definido la salud como un estado de bienestar físico, social y mental. En la I Conferencia Internacional sobre la Promoción de la Salud, realizada en Ottawa el 21 de noviembre de 1986, se emitió la Carta de Ottawa, donde se establece que la promoción de la salud consiste en proporcionar a los pueblos los medios necesarios para mejorar su salud y ejercer un mayor control sobre la misma.
En ese sentido, para alcanzar un estado adecuado de bienestar físico, mental y social, un individuo o grupo debe ser capaz de identificar y realizar sus aspiraciones, de satisfacer sus necesidades y de  cambiar o adaptarse al medio ambiente. La salud se percibe, pues, no como el objetivo, sino como la fuente de riqueza de la vida cotidiana. Se trata, por lo tanto, de un concepto positivo, que acentúa los recursos sociales y personales, así como las aptitudes físicas.
La promoción de la salud constituye un proceso político y social global, que abarca las acciones dirigidas directamente a fortalecer las habilidades y capacidades de los individuos, y las orientadas a modificar las condiciones sociales y ambientales, con el fin de mitigar su impacto en la salud pública e individual.
La Organización de las Naciones Unidas (ONU), en el 2000, promulgó la declaración del milenio, documento que involucra una política sin precedentes, cuyo objetivo general implica el reconocimiento de que “además de las responsabilidades que todos tenemos respecto de nuestras sociedades, nos incumbe la responsabilidad colectiva de respetar y defender los principios de la dignidad humana, la igualdad y la equidad en el plano mundial.
En nuestra calidad de dirigentes, tenemos, pues, un deber que  cumplir respecto de todos los habitantes del planeta, en especial los más vulnerables y, en particular, los niños del mundo, a los que pertenece el futuro”. Para ello evaluaron los valores fundamentales del ser humano y declararon ocho objetivos mundiales, llamados las metas del milenio, que abarcan desde la reducción a la mitad la pobreza extrema, hasta la detención de la propagación del VIH/SIDA y la consecución de la enseñanza primaria universal para el año 2015, que constituyen un plan convenido por  todas las naciones del mundo y todas las instituciones de desarrollo más importantes a nivel mundial.
Las metas del milenio, en una concepción sistémica, deben promover acciones que contribuyan a la seguridad alimentaria y al desarrollo de una vida saludable, entendiendo que: “Existe seguridad alimentaria cuando todas las personas tienen en todo momento acceso físico y económico a suficientes alimentos, inocuos y nutritivos, para satisfacer sus necesidades alimentarias y sus preferencias en cuanto a los alimentos, a fin de llevar una vida activa y sana”.
En relación con esta definición, aparece una nueva concepción de alimentos que vinculan la nutrición con la salud y con el tema de estilos de vida saludable, pues alimentarse bien y hacer ejercicio, según la FAO, son pasos importantes para mantener una buena salud.
El principal objetivo del Programa Especial para la Seguridad Alimentaria (PESA), de la FAO, es ayudar a los que viven en los países en desarrollo, especialmente en los de bajos ingresos, con déficit de alimentos (PBIDA: Países de Bajos Ingresos y con déficit de Alimentos), a mejorar su seguridad alimentaria mediante un incremento acelerado de la productividad y la producción de alimentos, reduciendo la variabilidad anual de la producción alimentaria en forma económica y ecológicamente sostenible, y mejorando el acceso de la población a los alimentos, de conformidad con el Plan de Acción de la Cumbre Mundial sobre la Alimentación, de 1996.
El examen de los objetivos y metas de desarrollo del milenio, relacionados con la salud, debe realizarse en el marco del derecho a la salud, teniendo en cuenta sus aspectos éticos, sociales, técnicos y políticos.
La buena salud es un factor decisivo para el bienestar de las personas, las familias y las comunidades y, a la vez, un requisito del desarrollo humano con equidad. Más aún, las personas tienen derecho a un cuidado equitativo, eficiente y atento de su salud, y la sociedad en su conjunto debe garantizar que nadie quede excluido del acceso a los servicios de salud, y que estos proporcionen una atención de calidad para todos los usuarios.
La identificación de los rezagos y las brechas sociales, en materia de condiciones y atención de la salud, y las medidas para superarlos, deben considerarse estratégicamente como un componente esencial de la acción pública integral destinada a romper el círculo vicioso de la pobreza y, en definitiva, alcanzar el desarrollo humano sostenible.
En la sociedad occidental actual, el término salud, definido como el estado en el que hay ausencia de enfermedad, ha sido cambiado por calidad de vida. Los objetivos de los sistemas de salud de tales sociedades no se deben limitar a que las personas no padezcan enfermedades.
De tal forma, la salud no es una cuestión individuada, y los índices de salud no se constituyen en la sumatoria de los efectos que se dan en los diferentes individuos.
En los países desarrollados existe la paradoja de que la mayoría de las enfermedades son producidas por los estilos de vida de su población, y, sin embargo, los recursos sanitarios se desvían hacia el propio sistema sanitario para intentar curar estas enfermedades, en lugar de destinar más recursos económicos en la promoción de la salud y prevención de las enfermedades.
Estos estilos de vida poco saludables son los que causan la mayoría de las enfermedades (afecciones crónicas, cáncer, enfermedades infecciosas, drogodependencias, trastornos de la conducta alimentaria, entre otras).
En epidemiología, el estilo de vida, el hábito de vida, la forma de vida, son un conjunto de comportamientos o actitudes que desarrollan las personas, que unas veces son saludables y otras son nocivas para la salud. El estilo de vida tiene un impacto directo en la calidad total de las vidas. La selección de un estilo de vida también afecta a otras personas y al entorno. Entonces, se considera que habrá salud en tanto que el cuerpo esté sano y tenga un efecto positivo en otros y en el ambiente en que habita.
Desde una perspectiva integral, es necesario considerar los estilos de vida como parte de una dimensión colectiva y social, que comprende tres aspectos interrelacionados: el material, el social y el ideológico.
En lo material, el estilo de vida se caracteriza por manifestaciones de la cultura material: vivienda, alimentación, vestido. En lo social, según las formas y estructuras organizativas: tipo de familia, grupos de parentesco, redes sociales de apoyo y sistemas de soporte, como las instituciones y asociaciones. En el plano ideológico, los estilos de vida se expresan a través de las ideas, valores y creencias, que determinan las respuestas o comportamientos a los distintos sucesos de la vida.
En este contexto, los estilos de vida se definen como los procesos sociales, las tradiciones, los hábitos, conductas y comportamientos de los individuos y grupos de población, que llevan a la satisfacción de las necesidades humanas para alcanzar el bienestar y la vida.
Los estilos de vida se determinan de la presencia de factores de riesgo y/o de factores protectores para el bienestar, por lo cual deben ser vistos como un proceso dinámico, que no solo se compone de acciones o comportamientos individuales, sino también de acciones de naturaleza social. Los estilos de vida saludables son formas de vida que comprenden aspectos materiales, la forma de organización y los comportamientos. Podemos mencionar como estilos de vida saludables el estar en un ambiente saludable, tener relaciones armoniosas, adecuada autoestima, buena comunicación,  conductas saludables, etc.
La clave para la promoción de la salud y la prevención de enfermedades, en el siglo XXI, es crear un entorno que favorezca los comportamientos positivos y un estilo de vida saludable. Para la mayoría de las enfermedades, se pueden identificar factores de riesgo durante la edad infanto-juvenil, aunque todavía existen muchas lagunas en comprender la relación entre la evolución durante la adolescencia y el desarrollo de enfermedades no transmisibles.
La infancia y la adolescencia constituyen etapas de vida cruciales, que implican múltiples cambios fisiológicos y psicológicos los cuales afectan las necesidades nutricionales y los hábitos alimentarios.


Fuente: Cáez, G.,  y  Casas N.,  (2007). Formar en un estilo de vida saludable: otro reto para la ingeniería y la industria. educ.educ., 2007, Volumen 10, Número 2, pp. 103-117


jueves, 17 de mayo de 2018

Los Cultivos transgénicos ¿beneficio o peligro?


Los cultivos transgénicos son aquellos al que, de manera artificial, se le introducen nuevas características biológicas de plantas, animales o bacterias, extraídas por medio de técnicas de ingeniería genética, que confieren a la semilla rasgos no habituales como resistencia a plagas y herbicidas; estos atributos son exaltados por la industria de biotecnología como solución a la baja productividad de cultivos, pero la realidad es muy distinta y se refleja en los resultados de campos y mercados de todo el mundo.

Sin embargo, los organismos genéticamente modificados (OGM), conocidos como transgénicos, no han demostrado su inocuidad para el consumo humano y animal.
Estudios en mamíferos han alertado sobre la creación de alergias o la resistencia a antibióticos, ya que las nuevas variedades creadas de manera artificial contienen proteínas que nunca antes habían sido consumidas por humanos. Además contaminan los cultivos nativos mediante la polinización cruzada, alterando la relación de estos organismos con su ambiente.
Detrás de la producción de los OGM encontramos, en su mayoría, empresas transnacionales que tienen como objetivo producir ganancias extraordinarias para su beneficio con el menor gasto posible.
Las semillas transgénicas son propiedad de las empresas que las crean, por lo que tienen derechos sobre su uso, comercialización y cultivo, es por ello que:
• Los productores que compran las semillas de empresas transnacionales están obligados a firmar un acuerdo, poco claro, sobre el uso que darán a esta tecnología, lo cual les impide guardarlas o intercambiarlas en los ciclos agrícolas siguientes.
• Estos acuerdos, por lo general, propician que las empresas inspeccionen de manera arbitraria las tierras de los agricultores y en caso de que se “compruebe” un uso indebido de las semillas, los productores son víctimas de demandas millonarias que los llevan a la ruina, sin importar que la presencia de  transgénicos en sus cultivos sea debido a “contaminación accidental”.
• Los productores se verán obligados a cumplir con las demandas y las políticas de estas empresas, quienes serán dueñas de las semillas que ellos produzcan.
• Cualquier semilla, nativa o no, que sea contaminada por organismos genéticamente modificados, sería considerada semilla pirata.
Creación de monopolios. Muy pocas empresas controlarán el precio y la disponibilidad del grano, que además está diseñado para resistir herbicidas y plaguicidas producidos y comercializados por las mismas corporaciones.
La semilla genéticamente modificada tiene un costo mayor al de la semilla convencional e incluso al de la híbrida.
Los transgénicos no producen más. Si comparamos el incremento de producción de maíz en Estados Unidos (con transgénicos) entre los años 1986 y 2010, con el de países del Oeste de Europa (sin transgénicos), veremos cómo no hay una diferencia significativa entre los dos, siendo incluso más elevado el incremento en el Oeste de Europa.
El cultivo de transgénicos eleva el uso de fertilizantes respecto a las variedades híbridas y nativas.
El uso de transgénicos genera resistencias a herbicidas, provocando la aparición de súper malezas, por lo que se eleva el uso de estos químicos.
El uso de transgénicos genera resistencias a plaguicidas, provocando la aparición de súper insectos.
El cultivo de transgénicos no disminuye el uso de insecticidas.
El cultivo de transgénicos no reduce el impacto de las sequías ni los extremos del clima: En Estados Unidos se calculan pérdidas de 50 billones de dólares por la sequía en 2012 a pesar del uso masivo de transgénicos.
Greenpeace exige:
• Apoyos directos a campesinos y campesinas para incentivar la producción de cultivos con prácticas agroecológicas.
• Presupuesto para la investigación pública que busque el desarrollo de técnicas de agricultura sustentable.
• La determinación de cultivos y áreas geográficas donde se localizan los centros de origen y de diversidad genética de las semillas y cultivos originarios.
• Las normas oficiales en materia de bioseguridad.
• Solución efectiva a los casos de contaminación.
• Prohibición a la siembra de cultivos transgénicos.

Fuente: 2013. Greenpeace (2013). Cultivos transgénicos. ¿Quién Pierde?
Página web: www.greenpeace.org.mx

jueves, 10 de mayo de 2018

Retos de la gastronomía ante los problemas de salud del siglo XXI

La alimentación ha jugado un papel fundamental en el desarrollo de la humanidad, ha contribuido a su configuración social y cultural y se ha convertido en un factor clave para explicar las dinámicas demográficas y de salud.
Sin embargo, a pesar de todas estas evidencias, en el siglo XXI, en materia de alimentación y nutrición, el ser humano tiene que seguir haciendo frente al hambre y la desnutrición –como expresión biológica del subdesarrollo y la desigualdad social–, al mismo tiempo que debe afrontar el reto de una pandemia de obesidad que responde, por un lado, a la sobrealimentación y los hábitos alimentarios inadecuados, y, por otro, a lo que se conoce como la obesidad de la pobreza, aquella que convive con el hambre y la desnutrición y que comparte buena parte de sus factores determinantes.
Para superar este doble reto, se debe garantizar a todas las personas una alimentación de calidad donde la gastronomía está llamada a jugar un papel fundamental.
Desde la sinergia que cabe establecer entre la nutrición y la evolución de la propia gastronomía y de la cocina, el saber gastronómico, entendido como una ciencia y un arte que nos suministra los conocimientos necesarios para la elección de los alimentos convenientes, y cómo proceder al condimento de los mismos y a su presentación en la mesa, debe evolucionar en beneficio de la nutrición.
Con la gastronomía podemos aprender a comer y a nutrirnos de forma adecuada, sin renunciar al objetivo de disfrutar comiendo. La cocina debe apostar por una gastronomía centrada en las materias primas de calidad y asegurar, así, el sabor de los alimentos y la salud de los consumidores.
Hoy asociamos la cocina con el hecho de hacer a los alimentos más apetitosos, pero en un principio eran cocinados para facilitar su digestión, para hacerlos comestibles.
la gastronomía aparece cuando las necesidades primarias están satisfechas, cuando el ser humano elabora y recrea el alimento que ya no es una afán prioritario y cotidiano”.
La gastronomía aparece en el momento en el que se introducen en el imprescindible acto de comer nuevos parámetros: el placer, la sociabilidad, la reflexión (y añadimos, nosotros, también la salud).
Hoy más que nunca la gastronomía debe asumir su doble perfil, y adoptar su condición de concepto unitario, ya que no resulta posible disociar los aspectos que afectan a la salud de los componentes vinculados con el placer.
Se trata, de pasar de una época donde lo único importante eran el placer y la satisfacción, a una sociología de la alimentación que implica no sólo acabar con el hambre y tratar de que todas las personas coman saludablemente, sino, también y de una forma muy especial, que cada vez más personas disfruten comiendo.
Que el placer gastronómico no corresponda sólo a unos cuantos privilegiados, sino que se extienda a la mayoría de las poblaciones. Ha de ser desde la confluencia entre nutrición y gastronomía, como se debe intentar alcanzar una alimentación de calidad, aquella que además de ser nutricionalmente adecuada, variada y saludable, sea rica, apetecible y adaptada a los gustos y necesidades de los consumidores.
Se trata de incorporar la calidad gastronómica, y contemplar las características organolépticas de los alimentos (sabor, olor, color, textura, etc.), de las técnicas y métodos empleados en su preparación y cocinado, así como de la habilidad aplicada a las mismas, y de factores más relativos, variables o subjetivos, tales como los gustos individualizados, o los usos y las modas de la época, lugar o cultura.
No se come sólo por salud, también se come por placer, y, sobre todo, se come de acuerdo con unos hábitos alimentarios. Al programar una dieta, aunque sea correcta desde el punto de vista nutricional, si no se tiene en cuenta el placer y los hábitos, es decir la gastronomía, muy probablemente fracasará.
un alimento si no se come no cumple su misión”.
Existen tres elementos que determinan el consumo o no consumo de un alimento: su palatabilidad, su digestibilidad y su metabolicidad, siendo la primera la llave para los otros dos.
El reto de conseguir la palatabilidad se convierte, así, en el punto de encuentro entre gastronomía y nutrición, y en uno de los factores fundamentales en el desarrollo de la gastronomía.
Los gastrónomos buscan conocer la influencia de los diferentes procesos culinarios en la palatabilidad de sus elaboraciones, a través de las informaciones que proporcionan las ciencias de la nutrición y los alimentos.
Se trata de llevar a la práctica las enseñanzas del buen comer, logrando coordinar los aspectos nutricionales con los gastronómicos. Pero se trata también de recordar que la alimentación es un derecho básico y una responsabilidad colectiva que precisan de una cultura alimentaria basada en una gastronomía saludable.
El reto está en formar ciudadanos gastronómicamente responsables. Comer mejor significa vivir mejor (‘somos lo que comemos”), y aunque comer bien pueda resultar complejo, también debería resultar placentero. Promover y preservar la salud pasa por desarrollar y adquirir unos hábitos alimentarios adecuados, de ahí la importancia de integrar en el discurso de la nutrición humana y la dietética, la idea de que la gastronomía constituye uno de los pilares fundamentales de la cultura de la salud, y, por ello, los ciudadanos preservarán mejor su salud cuando mejor desarrollen sus hábitos alimentarios, incluyendo en los mismos la plena recuperación de la función social que implica el hecho de alimentarse.
En el proceso de humanización de la conducta alimentaria, el comer se convirtió en un acto social, y en dicho proceso la gastronomía jugó un papel destacado.
El ser humano es el único animal que cocina sus alimentos, y además el único que los comparte.
Sólo él produce una cocina gastronómica”.
Sin embargo, en los últimos tiempos, y a pesar de la actualidad y la importancia mediática que muestran tanto la alimentación como la gastronomía, parece que estamos revirtiendo los efectos de la revolución culinaria que convirtió el acto de comer en acto saludable y socializador.
Los alimentos precocinados se han convertido, de hecho, en un emblema de la cultura del calentar y servir, del plástico y del silencio, donde se ha instalado el consumidor de comida rápida. La comodidad de los alimentos preparados ha comportado, también, un cambio importante de valores y ha conllevado la generalización de productos procesados industrialmente concebidos para ser consumidos a toda prisa o bien delante del ordenador o de la televisión.
¿Hasta qué punto corremos el peligro de retroceder en el efecto socializador que acompañó la primera gran revolución de la comida?, ¿estamos priorizando la comodidad y la rapidez frente al placer de comer o el objetivo de nutrirse de forma saludable?, ¿dónde queda el saber gastronómico bien entendido?
Para conseguir que la alimentación-nutrición y la alimentación- gastronomía cumplan con el papel que tienen que desempeñar en las sociedades actuales, parece indispensable que los conocimientos de alimentación-nutrición y la educación del gusto, es decir, la educación en materia de alimentación y gastronomía se incorporen, como algo absolutamente esencial y obligatorio, al sistema educativo, incluida la formación gastronómica de los dietistas-nutricionistas.
Como se subrayaba en la iniciativa aprobada por el Parlamento Europeo sobre El Patrimonio Gastronómico: Aspectos Culturales y Educativos, el 12 de marzo de 2014, si se quieren evitar gastos extraordinarios y difícilmente asumibles, incluso en las sociedades más desarrolladas, para curar las enfermedades y las patologías derivadas de una mala alimentación, la gastronomía debe incorporarse a las aulas.
El objetivo principal de la educación y la cultura alimentaria del siglo XXI tiene que ser demostrar y convencer a todo el mundo, que es absolutamente compatible, además de obligatorio, comer saludable y gastronómicamente.
La dieta gastronómica, entendida como aquella que integra el discurso de la nutrición humana y la dietética, al mismo tiempo que ofrece platos atractivos y apetitosos –indicando el modo de elaborarlos y en ocasiones modificando la forma tradicional de confeccionarlos–, se puede convertir en un instrumento válido para alcanzar las recomendaciones nutricionales de energía y nutrientes, pero sin olvidar que no se come únicamente para no enfermar y mantener la salud, sino también por placer y por unos hábitos alimentarios que son consecuencia de una historia sociocultural.
En este sentido, la cultura alimentaria mediterránea en consonancia con movimientos como el Slow Food, nos aporta un patrimonio gastronómico que hace referencia al complejo entramado de prácticas y conocimientos, valores y creencias, técnicas y representaciones sobre qué, cuándo, cómo, con quién, y por qué se come lo que se come. Incluye los productos y las técnicas de producción o elaboración, y también usos y costumbres y formas de consumo.
Nos enfrentamos al reto de conseguir una cocina y una forma de alimentarnos (la gastronomía) compatible con los descubrimientos más recientes de la nutrición. ¿Por qué no adoptamos y/o readaptamos la Dieta Mediterránea en los términos que cabría esperar? Muy probablemente porque elegir un estilo de vida saludable, como el que representa la Dieta Mediterránea, no depende únicamente de la voluntad (el querer), si no que entran en juego el saber (informar y educar) y el poder (la accesibilidad).
Hacer compatibles las tres condiciones, exige información y educación, pero también políticas públicas que garanticen para todos los ciudadanos la accesibilidad a una gastronomía saludable.


Fuente: Bernabeu-Mestre, J., Galiana,  Ma  E.,  Trescastro, E, (2017).  La gastronomía ante los retos epidemiológiconutricionales del siglo XXI. Rev Esp Nutr Hum Diet. 2017; 21(3): 209-12. doi: 10.14306/renhyd.21.3.438