jueves, 28 de febrero de 2019

Historia de la Nuez Moscada y la Canela


En 1767 arribó a la Provincia de Venezuela el botánico y cirujano francés Jean Baptiste D¢Arnault para la recolectar plantas medicinales. Las autoridades coloniales españolas sospecharon que el verdadero propósito de su viaje era realizar espionaje a favor del rey de Inglaterra, por lo que detuvieron a este naturalista y lo enviaron a España.
Durante los interrogatorios D¢Arnault declaró que viajo desde la Guaira hasta la Victoria y que estuvo en la Orchila, las islas de Píritu, Barcelona y la isla de Margarita. En su expediente se encuentra una carta con una lista de plantas medicinales que había recolectado, pero no indica si las recolecto en esos lugares o si realizó exploraciones botánicas a otras regiones de Venezuela.
Entre los vegetales colectados aparece la Nuez Moscada y la Canela, las cuales merecen una mención especial por ser especies exóticas, y tratarse de plantas muy codiciadas en tiempos remotos por su valor como especia. Asociado a este uso tuvieron, y conservan, estimación como medicamentos.
En la nuez moscada (Myristica fragrans Houtt., Myristicaceae), la parte aprovechada es la semilla, la cual incluye un arílo rojo, laciniado, que se emplea con el nombre de macis. La designación de nuez es incorrecta y esto, no solamente porque se trata de una semilla, sino debido a que el fruto corresponde a una baya dehiscente y no a una nuez (Roth & Lindorf, 1974).
Tanto la nuez moscada como el macis son muy aromáticos y se utilizan para dar sabor a las comidas, salsas, bebidas; para aromatizar cosméticos, etc.; desde el punto de vista médico se recomienda como estimulante y para tonificar el estómago.
La nuez moscada es nativa de las islas Molucas, denominadas desde la antigüedad Islas de las Especias; actualmente se cultiva en varias regiones tropicales del planeta. Esta especie estuvo confinada a las colonias portuguesas y luego holandesas, en lo que hoy es Indonesia, hasta que una expedición francesa logró sacar material de propagación clandestinamente, lo cual según algunos investigadores, ocurrió en 1773 otros entre 1769 y 1770. El material extraído fue trasladado a posesiones francesas en el océano Índico pero no se sabe si al mismo tiempo fue traído a nuestro continente.
Resulta interesante destacar que aproximadamente en 1765 se estableció un jardín botánico en la isla de Saint Vincent, en el que sembraron árboles de mango y de especias orientales. Por ello la referencia a la nuez moscada en América en 1767 encontrada en la carta de D¢Arnault Finalmente, vía Trinidad, llegó a Grenada, que desde mediados del siglo XIX se convirtió en el área productora de nuez moscada más importante del hemisferio occidental.
Por su parte Humboldt en 1825 escribió acerca de una nuez moscada americana –Myristica otoba- que era buscada para remedios de sarnas, tiñas y otros males. De acuerdo a Henry Pittier, esta especie ya se localizaba en los bosques superiores de la tierra  templada de los Andes.
Tampoco se sabe con precisión la fecha de introducción de la canela  (Cinnammomum zeylanicum Nees, Lauraceae). Parece ser que el cultivo deliberado de plantas de canela no se inició hasta 1770, pues se pensaba que la siembra afectaría las cualidades aromáticas de la corteza; con anterioridad a esta fecha, las plantas silvestres se usaban como fuente de la especia. Especialmente en Tobago desde 1776, se dedicaron al  cultivo de la pimienta, la canela, el jengibre, el clavo de especia y otras.
Humboldt, en su reseña de los viajes a América (1799-1804), escribe que en estas tierras se cultiva el legítimo canelo originario de Ceilán (actualmente Sri Lanka). Medicinalmente la corteza de la canela se utiliza como estomáquica, carminativa y astringente.
Fuente:
Helga Lindorf (2002). La Nuez Moscada y la Canela en América. Acta Botánica Venezolana. 25(1): 97-102.

jueves, 21 de febrero de 2019

Nuevos retos para la gastronomía en el siglo XXI


La alimentación ha jugado un papel fundamental en el desarrollo de la humanidad, ha contribuido a su configuración social y cultural y se ha convertido en un factor clave para explicar las dinámicas demográficas y de salud.
Sin embargo, a pesar de todas estas evidencias, en el siglo XXI, en materia de alimentación y nutrición, el ser humano tiene que seguir haciendo frente al hambre y la desnutrición –como expresión biológica del subdesarrollo y la desigualdad social –, al mismo tiempo que debe afrontar el reto de una pandemia de obesidad que responde, por un lado, a la sobrealimentación y los hábitos alimentarios inadecuados, y, por otro, a lo que se conoce como la obesidad de la pobreza, aquella que convive con el hambre y la desnutrición y que comparte buena parte de sus factores determinantes.
Para superar este doble reto, se debe garantizar a todas las personas una alimentación de calidad donde la gastronomía está llamada a jugar un papel fundamental. Desde la sinergia que cabe establecer entre la nutrición y la evolución de la propia gastronomía y de la cocina, el saber gastronómico, entendido como una ciencia y un arte que nos suministra los conocimientos necesarios para la elección de los alimentos convenientes, y cómo proceder al condimento de los mismos y a su presentación en la mesa, debe evolucionar en beneficio de la nutrición.
Con la gastronomía podemos aprender a comer y a nutrirnos de forma adecuada, sin renunciar al objetivo de disfrutar comiendo. La cocina debe apostar por una gastronomía centrada en las materias primas de calidad y asegurar, así, el sabor de los alimentos y la salud de los consumidores.
Hoy asociamos la cocina con el hecho de hacer a los alimentos más apetitosos, pero en un principio eran cocinados para facilitar su digestión, para hacerlos comestibles. “la gastronomía aparece cuando las necesidades primarias están satisfechas, cuando el ser humano elabora y recrea el alimento que ya no es una afán prioritario y cotidiano”.
La gastronomía aparece en el momento en el que se introducen en el imprescindible acto de comer nuevos parámetros: el placer, la sociabilidad, la reflexión (y añadimos, nosotros, también la salud). Hoy más que nunca la gastronomía debe asumir su doble perfil, y adoptar su condición de concepto unitario, ya que no resulta posible disociar los aspectos que afectan a la salud de los componentes vinculados con el placer.
Se trata de pasar de una época donde lo único importante eran el placer y la satisfacción, a una sociología de la alimentación que implica no sólo acabar con el hambre y tratar de que todas las personas coman saludablemente, sino, también y de una forma muy especial, que cada vez más personas disfruten comiendo.
Que el placer gastronómico no corresponda sólo a unos cuantos privilegiados, sino que se extienda a la mayoría de las poblaciones. Ha de ser desde la confluencia entre nutrición y gastronomía, como se debe intentar alcanzar una alimentación de calidad, aquella que además de ser nutricionalmente adecuada, variada y saludable, sea rica, apetecible y adaptada a los gustos y necesidades de los consumidores.
Se trata de incorporar la calidad gastronómica, y contemplar las características organolépticas de los alimentos (sabor, olor, color, textura, etc.), de las técnicas y métodos empleados en su preparación y cocinado, así como de la habilidad aplicada a las mismas, y de factores más relativos, variables o subjetivos, tales como los gustos individualizados, o los usos y las modas de la época, lugar o cultura.
No se come sólo por salud, también se come por placer, y, sobre todo, se come de acuerdo con unos hábitos alimentarios. Al programar una dieta, aunque sea correcta desde el punto de vista nutricional, si no se tiene en cuenta el placer y los hábitos, es decir la gastronomía, muy probablemente fracasará.
Existen tres elementos que determinan el consumo o no consumo de un alimento: su palatabilidad, su digestibilidad y su metabolicidad, siendo la primera la llave para los otros dos. El reto de conseguir la palatabilidad se convierte, así, en el punto de encuentro entre gastronomía y nutrición, y en uno de los factores fundamentales en el desarrollo de la gastronomía.
Los gastrónomos buscan conocer la influencia de los diferentes procesos culinarios en la palatabilidad de sus elaboraciones, a través de las informaciones que proporcionan las ciencias de la nutrición y los alimentos.
Se trata de llevar a la práctica las enseñanzas del buen comer, logrando coordinar los aspectos nutricionales con los gastronómicos. Pero se trata también de recordar que la alimentación es un derecho básico y una responsabilidad colectiva que precisan de una cultura alimentaria basada en una gastronomía saludable.
El reto está en formar ciudadanos gastronómicamente responsables. Comer mejor significa vivir mejor (‘somos lo que comemos”), y aunque comer bien pueda resultar complejo, también debería resultar placentero. Promover y preservar la salud pasa por desarrollar y adquirir unos hábitos alimentarios adecuados, de ahí la importancia de integrar en el discurso de la nutrición humana y la dietética, la idea de que la gastronomía constituye uno de los pilares fundamentales de la cultura de la salud, y, por ello, los ciudadanos preservarán mejor su salud cuando mejor desarrollen sus hábitos alimentarios, incluyendo en los mismos la plena recuperación
de la función social que implica el hecho de alimentarse.
En el proceso de humanización de la conducta alimentaria, el comer se convirtió en un acto social, y en dicho proceso la gastronomía jugó un papel destacado. “El ser humano es el único animal que cocina sus alimentos, y además el único que los comparte. Sólo él produce una cocina gastronómica”.
Sin embargo, en los últimos tiempos, y a pesar de la actualidad y la importancia mediática que muestran tanto la alimentación como la gastronomía, parece que estamos revirtiendo los efectos de la revolución culinaria que convirtió el acto de comer en acto saludable y socializador. Los alimentos precocinados se han convertido, de hecho, en un emblema de la cultura del calentar y servir, del plástico y del silencio, donde se ha instalado el consumidor de comida rápida.
La comodidad de los alimentos preparados ha comportado, también, un cambio importante de valores y ha conllevado la generalización de productos procesados industrialmente concebidos para ser consumidos a toda prisa o bien delante del ordenador o de la televisión. ¿Hasta qué punto corremos el peligro de retroceder en el efecto socializador que acompañó la primera gran revolución de la comida?, ¿estamos priorizando la comodidad y la rapidez frente al placer de comer o el objetivo de nutrirse de forma saludable?, ¿dónde queda el saber gastronómico bien entendido?
Para conseguir que la alimentación-nutrición y la alimentación-gastronomía cumplan con el papel que tienen que desempeñar en las sociedades actuales, parece indispensable que los conocimientos de alimentación-nutrición y la educación del gusto, es decir, la educación en materia de alimentación y gastronomía se incorporen, como algo absolutamente esencial y obligatorio, al sistema educativo, incluida la formación gastronómica de los dietistas-nutricionistas.
Como se subrayaba en la iniciativa aprobada por el Parlamento Europeo sobre El Patrimonio Gastronómico Europeo: Aspectos Culturales y Educativos, el 12 de marzo de 2014, si se quieren evitar gastos extraordinarios y difícilmente asumibles, incluso en las sociedades más desarrolladas, para curar las enfermedades y las patologías derivadas de una mala alimentación, la gastronomía debe incorporarse a las aulas.
El objetivo principal de la educación y la cultura alimentaria del siglo XXI tiene que ser demostrar y convencer a todo el mundo, que es absolutamente compatible, además de obligatorio, comer saludable y gastronómicamente.
La dieta gastronómica, entendida como aquella que integra el discurso de la nutrición humana y la dietética, al mismo tiempo que ofrece platos atractivos y apetitosos –indicando el modo de elaborarlos y en ocasiones modificando la forma tradicional de confeccionarlos–, se puede convertir en un instrumento válido para alcanzar las recomendaciones nutricionales de energía y nutrientes, pero sin olvidar que no se come únicamente para no enfermar y mantener la salud, sino también por placer y por unos hábitos alimentarios que son consecuencia de una historia sociocultural.
En este sentido, la cultura alimentaria mediterránea en consonancia con movimientos como el Slow Food, nos aporta un patrimonio gastronómico que hace referencia al complejo entramado de prácticas y conocimientos, valores y creencias, técnicas y representaciones sobre qué, cuándo, cómo, con quién, y por qué se come lo que se come. Incluye los productos y las técnicas de producción o elaboración, y también usos y costumbres y formas de consumo. Nos enfrentamos al reto de conseguir una cocina y una forma de alimentarnos (la gastronomía) compatible con los descubrimientos más recientes de la nutrición. ¿Por qué no adoptamos y/o readaptamos la Dieta Mediterránea en los términos que cabría esperar?
Muy probablemente porque elegir un estilo de vida saludable, como el que representa la Dieta Mediterránea, no depende únicamente de la voluntad (el querer), si no que entran en juego el saber (informar y educar) y el poder (la accesibilidad). Hacer compatibles las tres condiciones, exige información y educación, pero también políticas públicas que garanticen para todos los ciudadanos la accesibilidad a una gastronomía saludable.

Fuente: La gastronomía ante los retos epidemiológico-nutricionales del siglo XXI.  Josep Bernabeu-Mestrea , María Eugenia Galiana Sáncheza , Eva María Trescastro Lópeza.  Revista Española de Nutrición Humana y Dietética.  Rev Esp Nutr Hum Diet. 2017; 21(3): 209 – 212. http://rua.ua.es/dspace/bitstream/10045/70648/1/2017_Bernabeu-Mestre_etal_RevEspNutrHumDiet.pdf

jueves, 14 de febrero de 2019

Estilos educativos y la obesidad infantil


El mundo actual ve con preocupación el crecimiento paulatino pero incontrolado del exceso de peso representado en un, cada vez mayor, número de niños y niñas que presentan sobrepeso y obesidad, sin distingo de nivel socioeconómico, raza y género.  Hacerle frente a este problema de malnutrición implica, de un lado, prevenirlo en menores que no lo padecen, y del otro, buscar los mecanismos y estrategias para tratarlo en los millones de niños y niñas que lo sufren.
Aunque para algunos el problema es genético, para otros es social, convirtiendo el asunto del exceso de peso en una dicotomía entre genes y estilo de vida, resultante de una alimentación desequilibrada con respecto al gasto energético, hablar de sobrepeso y obesidad, como todo estado nutricional, es hablar de multicausalidad, lo que significa reconocer que la obesidad tiene que ver con aspectos que van desde la genética hasta los medioambientales, incluyendo factores de tipo individual, familiar y comunitario, considerando el escolar como uno de sus escenarios.
Se puede definir la obesidad como un trastorno de tipo metabólico, caracterizado por un exceso de grasa corporal que afecta negativamente la salud de la persona y es producto de un balance positivo de energía, es decir, la que se ingiere a través de los alimentos es superior a la que se gasta en promedio cada día. Dicho exceso calórico puede deberse a una reducción en el gasto, o a un aumento en el consumo, o a ambos.
Estas circunstancias se dan por diversos factores: alimentarios, de actividad física, hereditarios, metabólicos, hormonales, psicosociales y ambientales, pero la mayor parte de los casos, en gran medida se relacionan con los estilos de vida respecto a dos fundamentales: la alimentación y la actividad física; incluso son frecuentes ciertos errores dietéticos en las familias como favorecer el aumento de peso en los y las menores al incitar el aumento de ingesta calórica, como la obsesión para que coman mucho, o el estimularles las buenas conductas con gratificaciones de golosinas, chucherías, bollería o bebidas azucaradas.
Por su parte, otros autores conciben la obesidad infantil como un acelerador de las enfermedades de la adultez y plantea que en el futuro los adultos jóvenes y los adultos, sufrirán tantas enfermedades como no se ha visto jamás y que la mayoría de padres y madres sufrirán enfermedades crónicas que afectarán a sus hijos, y el sistema de salud sufrirá las consecuencias en término de finanzas, de tiempo y de personal dedicado a la atención de pacientes, además de que la duración de la hospitalización por patologías asociadas con la obesidad, será más prolongada que las tasas generales.
El estado nutricional del individuo no es una situación aislada sino el resultado de un contexto en el que interactúan múltiples factores como el empleo, la educación, el ingreso, la propaganda, la salud y la calidad de la vida afectiva de las personas, todos ellos, elementos que repercuten sobre el funcionamiento integral desde la infancia hasta la adultez. 
Visto de un modo más preciso, el estado nutricional es la resultante orgánica en el tiempo, del balance entre la ingesta de alimentos y el gasto de energía, en otras palabras, del equilibrio o desequilibrio entre el consumo de alimentos y el respectivo aprovechamiento de sus nutrientes para llenar los requerimientos que el organismo tiene.
Las tendencias actuales en el estado nutricional poblacional en casi todos los grupos de edad apuntan a un aumento acelerado del sobrepeso y la obesidad que refleja una acción multifactorial en la que se destacan el aumento de la ingesta calórica, del sedentarismo, las tecnologías inmersas en la vida cotidiana que implican ausencia o mínima movilidad, así como un aumento de la disponibilidad alimentaria coincidente con una composición enriquecida de los alimentos, aunque en muchos países, como aquellos en vías de desarrollo, persisten los trastornos nutricionales por déficit de nutrientes, que desencadenan una morbimortalidad diferente a la que suscita el exceso de estos.
La condición y características de quien decide la compra y de quien prepara los alimentos. El nivel educativo y el conocimiento que sobre los alimentos y su preparación, tienen las personas encargadas de hacer la compra y la comida, determinan la disponibilidad de alimentos en el domicilio, así como la cantidad o tamaño de la porción y de la ración, el tipo y calidad de la preparación, además de la distribución entre los distintos miembros del grupo familiar.
La decisión de compra, por lo tanto, está relacionada directamente con la actitud que tiene hacia los alimentos la persona encargada de adquirirlos en el hogar, de su conocimiento para elegir y sustituir alimentos de acuerdo con la capacidad adquisitiva, la disponibilidad en el mercado, y los requerimientos nutricionales de la familia.
En esta decisión influyen principalmente el patrón alimentario, los hábitos, las creencias religiosas y tabúes, así mismo influyen sobre esta persona, su actitud respecto a la publicidad sobre alimentos y la presencia y capacidad de respuesta a la presión infantil en el momento de la compra, amén del estado anímico respecto a las condiciones de los sitios de mercadeo de los alimentos.
En suma, el pronóstico no puede ser más desalentador en cuestión de enfermedad y muerte asociada con la obesidad, sin mencionar los problemas de productividad y desarrollo de los países y sus pueblos, siendo de mayor impacto el hecho de la asociación de la obesidad con las ECNT (Enfermedades Crónicas No Transmisibles) y de la potenciación de la obesidad en países en vías de desarrollo, lo que se confabula en contra por ser la pobreza un factor determinante de la malnutrición en sus dos más graves expresiones: la desnutrición y la obesidad.
Razón por la cual, se plantea la perspectiva que los factores individuales no son suficientes para explicar el desbalance energético que provoca el sobrepeso y la obesidad. Mediante esta teoría se concibe el comportamiento alimentario como el producto de la interacción de las características del sujeto –biológicas, psicológicas y culturales- y de las características de su entorno –principalmente las influencias del grupo social        -la familia- y de la publicidad- así como de las propias características de los alimentos. De la interacción de estos elementos surgen factores de riesgo que al incidir sobre un sujeto específico, con unas condiciones particulares, pueden derivar en un inadecuado consumo de alimentos y desencadenar un trastorno alimentario como la obesidad.
El excesivo aumento de peso corporal, predispone a deformidades ortopédicas como deslizamientos epifisiarios de la cabeza del fémur, arcos planos e inflamación de la placa de crecimiento en los talones, además de ser frecuentes los trastornos hepáticos y biliares, anemia por déficit de hierro, riesgo de muerte súbita –tres veces mayor, y el doble para desarrollo de insuficiencia cardíaca congestiva, enfermedad cerebrovascular y cardiopatía isquémica, mientras la posibilidad de desarrollar diabetes mellitus es 93 veces mayor que de los no obesos, cuando el Índice de Masa Corporal (IMC) sobrepasa 35. La esperanza de vida se reduce entre cinco y ocho años por la obesidad, y está asociada a un riesgo multiplicado por dos de sufrir cáncer de riñón.
La OMS en la Conferencia Ministerial contra la Obesidad (2006), la Dieta y la Actividad Física para la Salud, realizada en Estambul, confirmó que la obesidad no sólo afecta a la salud de las personas, sino que también constituye un obstáculo para el desarrollo económico y social de las naciones, pues el sobrepeso y la obesidad del adulto es responsable de más del 6% de los gastos en salud además de los costos indirectos (pérdidas de vida, productividad e impacto sobre el ingreso), que son dos veces más altos.
La educación alimentaria y nutricional se ha centrado en el “qué” enseñar y aprender, dependiendo de qué lado de la relación de enseñanza-aprendizaje se esté, es decir, se ha centrado en los contenidos, en temáticas relacionadas con la alimentación saludable y la nutrición humana, sin embargo poco se ha trascendido en los perfiles de morbimortalidad y por el contrario, se ha dado un aumento en la vulnerabilidad a nuevas patologías relacionadas con hábitos alimentarios inadecuados, denominadas Enfermedades Crónicas No Transmisibles –ECNT- tales como diabetes, hipertensión, enfermedad cardiovascular, entre otros.
Un buen ejemplo en este sentido lo representa Kirsten Schlengel-Matthies, profesora de la Facultad de Ciencias Naturales de la Universidad de Paderborn dentro de un plan –Proyecto Revis- para reformar la educación sobre nutrición y consumo que se imparte en las escuelas, pues plantea que “No se trata de enseñarles solo cómo alimentarse de una manera sana, con información sobre la cantidad de comida que necesitan y quizá algún dato económico o ecológico, sino de hacerles reflexionar sobre los hábitos alimentarios". En su opinión, hacen falta profesores "que tengan sensibilidad hacia los problemas que se relacionan con la comida, y muestren a sus alumnos cómo el modo de comer incide en la vida familiar, para que aprendan a organizarse y a adquirir responsabilidades sobre ellos mismos y sobre otros".
Finalmente, hacen falta profesores y profesionales de la salud y de la pedagogía que “tengan sensibilidad hacia los problemas que se relacionan con la comida, y muestren a sus alumnos cómo el modo de comer incide en la vida familiar [y en su propia vida], para que aprendan a organizarse y a adquirir responsabilidades sobre ellos mismos y sobre otros”, que desde la lectura semiótica, proxémica y cinestésica tienen una enorme tarea por hacer en este asunto, frente a las nuevas generaciones.


Fuente:
Teresa Alzate Yepes (2012). Estilos educativos parentales y obesidad infantil
Doctorado en educación. Acciones Pedagógicas y Desarrollo Comunitario.
Universidad de Valencia. España.



jueves, 7 de febrero de 2019

Pobreza, alimentación y juego en la educación infantil.


Muñecos, carritos, cocinitas, juguetes reales o imaginados… Elementos como estos vienen formando parte del juego simbólico infantil desde las más tempranas edades y, a la vez, guardan una estrecha relación con la construcción de la identidad corporal del niño.
Escenificaciones como dar de comer a un bebé, cocinar una comida rica y alimentarse con ella, y conseguir alimentos para el hogar cultivando, comprando y hasta hurtando si fuera necesario, forman parte de las tramas argumentales de los juegos que niños y niñas de cortas edades realizan a diario en los más variados escena­rios: la casa, la escuela, las salas de juego e incluso la calle.
Es verdad que hay niños y niñas para los cuales este juego les es injustamente negado, porque demasiado pronto desembocan en una realidad palpable y en una actividad con la que a diario se enfrentan. Así, el muñeco (juguete real o imaginado) pronto dará paso al hermanito pequeño; el fogón simbólico, al fuego real donde cocinar los alimentos, y la procura lúdica de estos, a la más desesperada búsqueda de comida para poder sobrevivir.
Afortunada es la infancia nacida en un mundo en el que cuenta con la posibilidad de ocuparse en tales menesteres lúdicos, tan necesarios para su crecimiento físico y psíquico. Injusto es el mundo que consiente que haya niños y niñas que no tengan la oportunidad ya no solo de jugar a alimentarse sino, más terrible todavía, de poder alimentarse de verdad a diario y en forma adecuada.
Una infancia educada a partir de las más tempranas edades desde la deliberación y el cosmopolitismo ético y político que vehicula una ideología de emancipación –muy alejado por lo tanto de la mera supervivencia económica que convierte a los otros en objetos–, una infancia formada en la crítica y la participación, será la que pueda tomar el relevo para seguir trabajando en pro de mayores cuotas de igualdad en nuestro país y en el mundo.
Necesitamos formar identidades que sean partícipes del compro­miso universal de la igualdad social  y hemos de poner manos a la obra cuanto antes. En este sentido, la comida, puesto que en ella entra en juego un elemento tan esencial como la salud, constituye un excelente marco para generar proyectos y experiencias escolares capaces de poner en jaque la exclusión social.
El panorama retratado requiere que la escuela pública siga teniendo la posibilidad de asumir, a través de los comedores escolares, la alimentación de los niños cuyas familias atraviesan dificultades económicas, que son mu­chas, más allá de los casos extremos de pobreza.
También conviene mencionar aquí la necesidad de analizar las relaciones sociales que emergen en el mismo desayuno escolar  que tiene lugar en las aulas de educación infantil. Allí florecen todo tipo de comportamientos infantiles, que van desde regalar la comida para estar delgado, comer chucherías, practicar el intercambio de comida, cambiar comida por favores, despilfarrar o buscar miguitas de la galleta de moda…
Importantes serán, pues, tanto los materiales para el juego como los argumentos que hemos de presentarles a los niños y los interrogantes que hemos de plantearles. Se trata con ello de ofrecerles en las aulas expe­riencias que les permitan poner en tela de juicio esa barbarie relatada con relación a asuntos tan cruciales como la comida, en la cual, como en otras necesidades, se ha perdido el norte de lo que significa ser humano.
Ello exige que haya espacio para la reflexión más allá de ese ideal de nutrición que se presenta desde los parámetros médicos, en el que el discurso escolar tanto ha ahondado, dejando al margen la reflexión sobre los imperativos y prácticas cotidianas familiares al respecto y que tanta influencia tienen en los niños.
Conviene recordar aquí la historia de Gina, una alumna que llevaba a la escuela brócoli para desayunar y cuyos compañeros se reían de ella, llegando incluso a manifestar públicamente su asco. La maestra en lugar de aprovechar la situación para deshacer hegemonías culturales en relación a la alimentación, pidió a la familia que no le dieran brócoli a la niña para llevar a la escuela, sino alguna otra cosa que pudiera compartir con los amigos, ya que de ese modo Gina se socializaría mejor.
A las injusticias que sufre la infancia con relación a su nutrición, porque sus familias no cuentan con los recursos suficientes, hay que añadir el maltrato de esa infancia del bienestar en la que, aun teniendo recursos, los adultos no los emplean adecuadamente. Las aulas de educación infantil nunca debieran representar espacios donde los niños se olviden del mundo; por el contrario, allí se ha de reflexionar sobre este, pues la desigualdad económica, el clasismo están presente a diario en ellas. Por ello, los juegos infantiles constituyen un excelente marco para poner en relación el cuerpo, la alimentación y la exclusión social.
Las prácticas alimentarias responden a un espacio social alimentario. Constituyen constructos com­puestos en todas las dimensiones en que se construye lo social; con sus ambivalencias y sus contradicciones, pero también, con la potencia de que son prácticas incorporadas: son el puente más directo entre el cuerpo individual y el cuerpo social.
No solo nos alimentamos de nutrientes sino también de comida producida y consumida según todo tipo de procedimientos económicos y sociales, que además condensan y se reproducen en un horizonte de símbolos, signos y mitos.
Algunos se atreverán a decir que sus familias buscan alimentos en la basura, pero otros callarán por vergüenza, pues en sus hogares se vive bajo la losa de la culpa en lugar de al amparo de la denuncia legítima de la injusticia.
“Supongamos” que a la escuela, un niño de cuatro años, llega con una caja de galletas cuya fecha de vencimien­to había pasado. Su familia la había encontrado en un vertedero, sin abrir, según expresó el niño, quien había llevado la caja de galletas a la escuela entusiasmado, pensando en compartirla con sus compañeros y compañeras. La maestra estaba en un mar de dudas: no sabía si dar el cambiazo a la caja de galletas, comprando otra en el supermercado, decirle al niño que no podían abrirla porque estaban vencidas o proponerle comerlas otro día especulando con que se olvidaría de ellas.
Hubiera sido más justo abordar la experiencia desde la búsqueda del entendimiento, haber generado un pro­yecto en torno a la caja donde se analizaran las injusticias condensadas en ella; podrían haber reflexionado en el aula sobre qué significa el «consumo preferente» e incluso podrían haber llegado a la conclusión de que hornean­do las galletas unos minutos a alta temperatura es posible perder el miedo a un riesgo para la salud, pues el niño ya había contado que procedían de un vertedero. La caja en cuestión también podría haber dado paso a la reflexión con el grupo acerca de que hay gente que considera basura aquello que para otros no lo es, o para tomar conciencia de la comida que se tira injustamente.
En cualquier caso, los docentes no deberían olvidar que cuando la escuela favorece y potencia la voz de los que tienen mientras silencia la voz de esa infancia del malestar que sufre a diario el no tener hasta en lo más básico, definitivamente, deja de ser escuela.
La experiencia de los niños y niñas influye poderosamente en sus respuestas ante necesidades tan básicas como la alimentación y, por lo tanto, en las representaciones simbólicas que hacen de ellas y de las actividades en el mundo adulto dirigidas a suplirlas. La escuela tiene el poder para con­siderarlas, olvidarlas e incluso denigrarlas.
La gestión de la alimentación que se hace en los hogares o en los comedores escolares bien puede reaparecer en los juegos infantiles con sus aberraciones y sus virtu­des, su historia y sus influencias. Es así necesario intervenir en estos juegos para luchar contra la comida chatarra, el despilfarro y la deconstrucción de nuestras prácticas alimentarias y la influencia del mercado en ellas. Nuestra responsabilidad social se juega en ello. Que nuevos mitos y ritos surcan nuestro imaginario colectivo alimentario en nuestra actualidad, y el mito mezcla la memoria, oculta la producción, naturaliza lo social, inventa tradiciones, propone determinismos históricos. Nuestra responsabilidad social actual reside en gran parte en analizarlos, deconstruirlos, reconstruirlos y conocer su poder en la creación de las buenas y malas prácticas alimentarias.
Se impone, por lo tanto, una toma de conciencia acerca de las consecuencias de no alimentarse, de alimentarse de forma inadecuada y/o de malgastar la comida, así como del trabajo con la infancia en este asunto. Jugar con los niños depositando estos interrogantes es el camino.
El facilitar comida a las personas que tienen dificultades econó­micas debería ir acompañado de estrategias que aminoren el sentimiento de dependencia e incluso de culpa. Intercambiar esta ayuda alimentaria por actividades destinadas a beneficiar a otros constituye una excelente estrategia. Experiencias de este tipo están comenzando a emerger en algunos centros donde la asistencia al comedor de la escuela se intercambia por servicios prestados al centro.
En esta línea, los denominados «bancos de tiempo» constituyen una estrategia planteada bajo la premisa de dar y recibir sin que haya dinero de por medio, bien extendida y organizada en diversos países europeos. Sin embargo, hace falta además saber autogestionar esta ayuda.
Los niños que viven o han vivido penurias, estrecheces y falta de recursos para cubrir necesidades básicas como la alimentación, tienen expe­riencias muy valiosas que merecen ser contadas. Es por ello que la escuela debería de estar en disposición de hacerlo, generando proyectos al respecto, pues a dichos niños les serviría para analizar y discutir sus experiencias, y a los otros, para apaciguar sus miedos y angustias provenientes de la crisis económica que amenaza, si no con dejarlos en la indigencia, como mínimo con ubicarlos en la marginalidad del consumo. El trabajo en las escuelas tendría que desarrollarse con la intención de conseguir una visión de la pobreza bajo el prisma de la posibilidad.
Es necesario no solo creer en lo que puede aportar a la vida escolar la infancia pobre y/o que vive con estrecheces económicas; hace falta también que esta infancia crea en sí misma. Para ello, necesitamos deshacernos de esas prácticas de acoso y derribo que emergen en la docencia relacionando la pobreza con la maldad de manera que se elimina todo tipo de responsabilidad docente con relación a los comportamientos escolares de estos niños.

Fuente:
Concepción Sánchez Blanco (2013).  Pobreza, alimentación y juego en la educación infantil. Revista Iberoamericana de Educación. N. º 62 (2013), pp. 261-277 (1022-6508) - OEI/CAEU.