jueves, 7 de febrero de 2019

Pobreza, alimentación y juego en la educación infantil.


Muñecos, carritos, cocinitas, juguetes reales o imaginados… Elementos como estos vienen formando parte del juego simbólico infantil desde las más tempranas edades y, a la vez, guardan una estrecha relación con la construcción de la identidad corporal del niño.
Escenificaciones como dar de comer a un bebé, cocinar una comida rica y alimentarse con ella, y conseguir alimentos para el hogar cultivando, comprando y hasta hurtando si fuera necesario, forman parte de las tramas argumentales de los juegos que niños y niñas de cortas edades realizan a diario en los más variados escena­rios: la casa, la escuela, las salas de juego e incluso la calle.
Es verdad que hay niños y niñas para los cuales este juego les es injustamente negado, porque demasiado pronto desembocan en una realidad palpable y en una actividad con la que a diario se enfrentan. Así, el muñeco (juguete real o imaginado) pronto dará paso al hermanito pequeño; el fogón simbólico, al fuego real donde cocinar los alimentos, y la procura lúdica de estos, a la más desesperada búsqueda de comida para poder sobrevivir.
Afortunada es la infancia nacida en un mundo en el que cuenta con la posibilidad de ocuparse en tales menesteres lúdicos, tan necesarios para su crecimiento físico y psíquico. Injusto es el mundo que consiente que haya niños y niñas que no tengan la oportunidad ya no solo de jugar a alimentarse sino, más terrible todavía, de poder alimentarse de verdad a diario y en forma adecuada.
Una infancia educada a partir de las más tempranas edades desde la deliberación y el cosmopolitismo ético y político que vehicula una ideología de emancipación –muy alejado por lo tanto de la mera supervivencia económica que convierte a los otros en objetos–, una infancia formada en la crítica y la participación, será la que pueda tomar el relevo para seguir trabajando en pro de mayores cuotas de igualdad en nuestro país y en el mundo.
Necesitamos formar identidades que sean partícipes del compro­miso universal de la igualdad social  y hemos de poner manos a la obra cuanto antes. En este sentido, la comida, puesto que en ella entra en juego un elemento tan esencial como la salud, constituye un excelente marco para generar proyectos y experiencias escolares capaces de poner en jaque la exclusión social.
El panorama retratado requiere que la escuela pública siga teniendo la posibilidad de asumir, a través de los comedores escolares, la alimentación de los niños cuyas familias atraviesan dificultades económicas, que son mu­chas, más allá de los casos extremos de pobreza.
También conviene mencionar aquí la necesidad de analizar las relaciones sociales que emergen en el mismo desayuno escolar  que tiene lugar en las aulas de educación infantil. Allí florecen todo tipo de comportamientos infantiles, que van desde regalar la comida para estar delgado, comer chucherías, practicar el intercambio de comida, cambiar comida por favores, despilfarrar o buscar miguitas de la galleta de moda…
Importantes serán, pues, tanto los materiales para el juego como los argumentos que hemos de presentarles a los niños y los interrogantes que hemos de plantearles. Se trata con ello de ofrecerles en las aulas expe­riencias que les permitan poner en tela de juicio esa barbarie relatada con relación a asuntos tan cruciales como la comida, en la cual, como en otras necesidades, se ha perdido el norte de lo que significa ser humano.
Ello exige que haya espacio para la reflexión más allá de ese ideal de nutrición que se presenta desde los parámetros médicos, en el que el discurso escolar tanto ha ahondado, dejando al margen la reflexión sobre los imperativos y prácticas cotidianas familiares al respecto y que tanta influencia tienen en los niños.
Conviene recordar aquí la historia de Gina, una alumna que llevaba a la escuela brócoli para desayunar y cuyos compañeros se reían de ella, llegando incluso a manifestar públicamente su asco. La maestra en lugar de aprovechar la situación para deshacer hegemonías culturales en relación a la alimentación, pidió a la familia que no le dieran brócoli a la niña para llevar a la escuela, sino alguna otra cosa que pudiera compartir con los amigos, ya que de ese modo Gina se socializaría mejor.
A las injusticias que sufre la infancia con relación a su nutrición, porque sus familias no cuentan con los recursos suficientes, hay que añadir el maltrato de esa infancia del bienestar en la que, aun teniendo recursos, los adultos no los emplean adecuadamente. Las aulas de educación infantil nunca debieran representar espacios donde los niños se olviden del mundo; por el contrario, allí se ha de reflexionar sobre este, pues la desigualdad económica, el clasismo están presente a diario en ellas. Por ello, los juegos infantiles constituyen un excelente marco para poner en relación el cuerpo, la alimentación y la exclusión social.
Las prácticas alimentarias responden a un espacio social alimentario. Constituyen constructos com­puestos en todas las dimensiones en que se construye lo social; con sus ambivalencias y sus contradicciones, pero también, con la potencia de que son prácticas incorporadas: son el puente más directo entre el cuerpo individual y el cuerpo social.
No solo nos alimentamos de nutrientes sino también de comida producida y consumida según todo tipo de procedimientos económicos y sociales, que además condensan y se reproducen en un horizonte de símbolos, signos y mitos.
Algunos se atreverán a decir que sus familias buscan alimentos en la basura, pero otros callarán por vergüenza, pues en sus hogares se vive bajo la losa de la culpa en lugar de al amparo de la denuncia legítima de la injusticia.
“Supongamos” que a la escuela, un niño de cuatro años, llega con una caja de galletas cuya fecha de vencimien­to había pasado. Su familia la había encontrado en un vertedero, sin abrir, según expresó el niño, quien había llevado la caja de galletas a la escuela entusiasmado, pensando en compartirla con sus compañeros y compañeras. La maestra estaba en un mar de dudas: no sabía si dar el cambiazo a la caja de galletas, comprando otra en el supermercado, decirle al niño que no podían abrirla porque estaban vencidas o proponerle comerlas otro día especulando con que se olvidaría de ellas.
Hubiera sido más justo abordar la experiencia desde la búsqueda del entendimiento, haber generado un pro­yecto en torno a la caja donde se analizaran las injusticias condensadas en ella; podrían haber reflexionado en el aula sobre qué significa el «consumo preferente» e incluso podrían haber llegado a la conclusión de que hornean­do las galletas unos minutos a alta temperatura es posible perder el miedo a un riesgo para la salud, pues el niño ya había contado que procedían de un vertedero. La caja en cuestión también podría haber dado paso a la reflexión con el grupo acerca de que hay gente que considera basura aquello que para otros no lo es, o para tomar conciencia de la comida que se tira injustamente.
En cualquier caso, los docentes no deberían olvidar que cuando la escuela favorece y potencia la voz de los que tienen mientras silencia la voz de esa infancia del malestar que sufre a diario el no tener hasta en lo más básico, definitivamente, deja de ser escuela.
La experiencia de los niños y niñas influye poderosamente en sus respuestas ante necesidades tan básicas como la alimentación y, por lo tanto, en las representaciones simbólicas que hacen de ellas y de las actividades en el mundo adulto dirigidas a suplirlas. La escuela tiene el poder para con­siderarlas, olvidarlas e incluso denigrarlas.
La gestión de la alimentación que se hace en los hogares o en los comedores escolares bien puede reaparecer en los juegos infantiles con sus aberraciones y sus virtu­des, su historia y sus influencias. Es así necesario intervenir en estos juegos para luchar contra la comida chatarra, el despilfarro y la deconstrucción de nuestras prácticas alimentarias y la influencia del mercado en ellas. Nuestra responsabilidad social se juega en ello. Que nuevos mitos y ritos surcan nuestro imaginario colectivo alimentario en nuestra actualidad, y el mito mezcla la memoria, oculta la producción, naturaliza lo social, inventa tradiciones, propone determinismos históricos. Nuestra responsabilidad social actual reside en gran parte en analizarlos, deconstruirlos, reconstruirlos y conocer su poder en la creación de las buenas y malas prácticas alimentarias.
Se impone, por lo tanto, una toma de conciencia acerca de las consecuencias de no alimentarse, de alimentarse de forma inadecuada y/o de malgastar la comida, así como del trabajo con la infancia en este asunto. Jugar con los niños depositando estos interrogantes es el camino.
El facilitar comida a las personas que tienen dificultades econó­micas debería ir acompañado de estrategias que aminoren el sentimiento de dependencia e incluso de culpa. Intercambiar esta ayuda alimentaria por actividades destinadas a beneficiar a otros constituye una excelente estrategia. Experiencias de este tipo están comenzando a emerger en algunos centros donde la asistencia al comedor de la escuela se intercambia por servicios prestados al centro.
En esta línea, los denominados «bancos de tiempo» constituyen una estrategia planteada bajo la premisa de dar y recibir sin que haya dinero de por medio, bien extendida y organizada en diversos países europeos. Sin embargo, hace falta además saber autogestionar esta ayuda.
Los niños que viven o han vivido penurias, estrecheces y falta de recursos para cubrir necesidades básicas como la alimentación, tienen expe­riencias muy valiosas que merecen ser contadas. Es por ello que la escuela debería de estar en disposición de hacerlo, generando proyectos al respecto, pues a dichos niños les serviría para analizar y discutir sus experiencias, y a los otros, para apaciguar sus miedos y angustias provenientes de la crisis económica que amenaza, si no con dejarlos en la indigencia, como mínimo con ubicarlos en la marginalidad del consumo. El trabajo en las escuelas tendría que desarrollarse con la intención de conseguir una visión de la pobreza bajo el prisma de la posibilidad.
Es necesario no solo creer en lo que puede aportar a la vida escolar la infancia pobre y/o que vive con estrecheces económicas; hace falta también que esta infancia crea en sí misma. Para ello, necesitamos deshacernos de esas prácticas de acoso y derribo que emergen en la docencia relacionando la pobreza con la maldad de manera que se elimina todo tipo de responsabilidad docente con relación a los comportamientos escolares de estos niños.

Fuente:
Concepción Sánchez Blanco (2013).  Pobreza, alimentación y juego en la educación infantil. Revista Iberoamericana de Educación. N. º 62 (2013), pp. 261-277 (1022-6508) - OEI/CAEU.


1 comentario:

  1. Necesitamos formar identidades que sean partícipes del compromiso de la igualdad en todo momento. La escuela pública siga teniendo la posibilidad de asumir, a través de los comedores escolares y lo niños/as tiene ayudar a la alimentación muy nutritiva.

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